Día domingo
Mario Vargas Llosa
Contuvo un instante la respiración, clavó las uñas en la palma de sus manos y dijo, muy rápido: "Estoy enamorado de ti". Vio que ella enrojecía bruscamente, como si alguien hubiera golpeado sus mejillas, que eran de una palidez resplandeciente y muy suaves. Aterrado, sintió que la confusión ascendía por él y petrificaba su lengua. Deseó salir corriendo, acabar: en la taciturna mañana de invierno había surgido ese desaliento íntimo que lo abatía siempre en los momentos decisivos. Unos minutos antes, entre la multitud animada y sonriente que circulaba por el Parque Central de Miraflores, Miguel se repetía aún: "Ahora. Al llegar a la avenida Pardo. Me atreveré. ¡Ah, Rubén, si supieras cómo te odio! Y antes todavía, en la Iglesia, mientras buscaba a Flora con los ojos, la divisaba al pie de una columna y, abriéndose paso con los codos sin pedir permiso a las señoras que empujaba, conseguía acercársele y saludarla en voz baja, volvía a decirse, tercamente, como esa madrugada, tendido en su lecho, vigilando la aparición de la luz: "No hay más remedio. Tengo que hacerlo hoy día. En la mañana. Ya me las pagarás, Rubén". Y la noche anterior había llorado, por primera vez en muchos años, al saber que se preparaba esa innoble emboscada. La gente seguía en el Parque y la avenida Pardo se hallaba desierta; caminaban por la alameda, bajo los ficus de caballeras altas y tupidas. "Tengo que apurarme, pensaba Miguel, si no, me friego". Miró de soslayo alrededor: no había nadie, podía intentarlo. Lentamente fue estirando su mano izquierda hasta tocar la de ella; el contacto le reveló que transpiraba. Imploró que ocurriera un milagro, que cesara aquella humillación. "Qué le digo, pensaba, qué le digo". Ella acababa de retirar su mano y él se sentía desamparado y ridículo. Todas las frases radiantes, preparadas febrilmente la víspera, se habían disuelto como globos de espuma.
-Flora -balbuceó-, he esperado mucho tiempo este momento. Desde que te
conozco sólo pienso en ti. Estoy enamorado por primera
vez, créeme, nunca había conocido una muchacha como tú.
Otra vez una compacta mancha blanca
en su cerebro, el vacío. Ya no podía aumentar
la presión: la piel cedía como jebe y las uñas alcanzaban el hueso. Sin embargo, siguió hablando,
dificultosamente, con grandes intervalos, venciendo el bochornoso tartamudeo, tratando de describir una pasión
irreflexiva y total, hasta descubrir,
con alivio, que llegaban al primer óvalo de la avenida Pardo, y entonces calló. Entre el segundo y el tercer ficus,
pasado el óvalo, vivía Flora. Se detuvieron,
se miraron: Flora estaba aún encendida y la turbación había colmado sus
ojos de un brillo húmedo. Desolado,
Miguel se dijo que nunca le había parecido tan hermosa: una cinta azul recogía sus cabellos y él podía ver el nacimiento
de su cuello, y sus orejas, dos signos de interrogación, pequeñitos y perfectos.
-Mira, Miguel -dijo Flora; su voz era suave, llena de música,
segura-. No puedo contestarte ahora. Pero mi mamá no
quiere que ande con chicos hasta que termine
el colegio.
-Todas las mamás dicen lo mismo,
Flora -insistió Miguel-. ¿Cómo iba a saber ella? Nos veremos cuando tú digas, aunque sea sólo los
domingos.
-Ya te contestaré, primero tengo que
pensarlo -dijo Flora, bajando los ojos. Y después
de unos segundos añadió-: Perdona, pero ahora tengo que irme, se hace tarde.
Miguel sintió una profunda lasitud,
algo que se expandía por todo su cuerpo y lo ablandaba.
-¿No estás enojada conmigo,
Flora, no? -dijo humildemente.
-No seas sonso -replicó
ella, con vivacidad-. No estoy enojada.
-Esperaré todo lo que quieras -dijo Miguel-. Pero nos seguiremos viendo, ¿no?
¿Iremos
al cine esta tarde, no?
-Esta tarde no puedo -dijo ella, dulcemente-. Me ha invitado a su casa Martha.
Una
correntada cálida, violenta,
lo invadió y se sintió
herido, atontado, ante esa
respuesta que esperaba y que ahora le parecía una crueldad. Era cierto lo que el Melanés había murmurado, torvamente, a su oído, el sábado en
la tarde. Martha los dejaría solos, era la táctica
habitual. Después, Rubén relataría a los pajarracos cómo él y su hermana habían planeado las circunstancias, el
sitio y la hora. Martha habría reclamado, en pago de sus servicios, el derecho de espiar detrás
de la cortina. La cólera empapó sus
manos de golpe.
-No seas así, Flora. Vamos a la matiné como quedamos. No te hablaré
de esto.
Te prometo.
-No puedo, de veras -dijo
Flora-.Tengo que ir donde Martha. Vino ayer a mi casa para invitarme. Pero después iré con ella al Parque Salazar.
Ni
siquiera vio en esas últimas
palabras una esperanza. Un rato después
contemplaba el lugar donde había desaparecido la frágil figurita
celeste, bajo el arco
majestuoso de los ficus de la avenida. Era posible competir con un simple adversario, no con Rubén. Recordó los
nombres de las muchachas invitadas por Martha,
una tarde de domingo. Ya no podía hacer nada, estaba derrotado. Una vez más surgió entonces esa imagen que lo
salvaba siempre que sufría una frustración: desde
un lejano fondo de nubes infladas de humo negro se aproximaba él, al frente de una compañía de cadetes de la Escuela
Naval, a una tribuna levantada en el Parque;
personajes vestidos de etiqueta, el sombrero de copa en la mano, y señoras de joyas relampagueantes lo aplaudían.
Aglomerada en las veredas, una multitud en la
que sobresalían los rostros de sus amigos y enemigos, lo observaba maravillada, murmurando su nombre. Vestido de paño
azul, una amplia capa flotando a sus espaldas,
Miguel desfilaba delante mirando el horizonte. Levantando la espada, su cabeza describía media esfera en el aire: allí, en el corazón de la tribuna
estaba Flora, sonriendo.
En una esquina, haraposo, avergonzado, descubría a Rubén: se limitaba a echarle una brevísima ojeada
despectiva. Seguía marchando, desaparecía entre
vítores.
Como el vaho de un espejo que se
frota, la imagen desapareció. Estaba en la puerta de su casa, odiaba a todo el mundo, se odiaba. Entró y subió directamente a su
cuarto. Se echó de bruces en la cama: en
la tibia oscuridad, entre sus pupilas
y sus párpados, apareció el rostro
de la muchacha -"Te quiero, Flora", dijo él en voz alta- y luego Rubén, con su mandíbula
insolente y su sonrisa hostil: estaban uno al
lado del otro, se acercaban, los ojos de Rubén se torcían para mirarlo
burlonamente mientras su boca avanzaba hacia Flora.
Saltó de la cama. El espejo del armario
le mostró un rostro ojeroso,
lívido. "No la verá”,
decidió. “No me hará esto, no permitiré
que me haga esa perrada".
La avenida Pardo continuaba
solitaria. Acelerando el paso sin cesar, caminó hasta el cruce con la avenida Grúa; allí vaciló. Sintió frío:
había olvidado el saco en su cuarto y
la sola camisa no bastaba para protegerlo del viento que venía del mar y se enredaba en el denso ramaje de los
ficus con un suave murmullo. La temida imagen
de Flora y Rubén juntos le dio valor, y siguió andando. Desde la puerta del bar vecino al cine Montecarlo, los vio en la mesa de costumbre,
dueños del ángulo
que formaban las paredes del fondo y de la izquierda. Francisco, el Melanés, Tobías, el Escolar lo descubrían y,
después de un instante de sorpresa, se volvían
hacia Rubén, los rostros maliciosos, excitados. Recuperó el aplomo de
inmediato: frente a los hombres sí sabía comportarse.
-Hola -les dijo, acercándose-. ¿Qué hay de nuevo?
-Siéntate -le alcanzó una silla el Escolar-. ¿Qué milagro te ha traído por aquí?
-Hace siglos
que no venías -dijo Francisco.
-Me provocó
verlos -dijo Miguel,
cordialmente-. Ya sabía
que estaban aquí.
¿De qué
se asombran? ¿O ya no soy un pajarraco?
Tomó asiento entre el Melanés y Tobías. Rubén estaba al frente.
-¡Cuncho! -gritó el Escolar-.
Trae otro vaso. Que no esté muy
mugriento.
Cuncho trajo el vaso y el Escolar
lo llenó de cerveza. Miguel
dijo "por los pajarracos" y bebió.
-Por poco te tomas el vaso también -dijo Francisco-. ¡Qué ímpetus!
-Apuesto a que fuiste a misa de una -dijo el Melanés,
un párpado plegado por la satisfacción, como siempre que iniciaba algún enredo-. ¿ O
no?
-Fui -dijo Miguel, imperturbable-. Pero sólo para ver a una hembrita, nada
más.
Miró a Rubén con ojos desafiantes, pero él no se dio por aludido;
jugueteaba
con los dedos sobre la mesa y, bajito, la punta de la lengua entre los dientes,
silbaba
"La niña Popof", de Pérez Prado.
-¡Buena! -aplaudió el Melanés-. Buena,
Don Juan. Cuéntanos, ¿a qué hembrita?
-Eso es un secreto.
-Entre los pajarracos no hay secretos
-recordó Tobías-. ¿Ya te has olvidado?
Anda, ¿quién era?
-Qué te importa -dijo Miguel.
-Muchísimo -dijo Tobías-. Tengo que saber con quién andas para saber quién
eres.
-Toma mientras -dijo el Melanés a Miguel-.
Una a cero.
-¿A que adivino quién es? -dijo Francisco-.
¿Ustedes no?
-Yo ya sé -dijo Tobías.
-Y yo -dijo el Melanés. Se volvió a Rubén con ojos y voz muy inocentes-.Y
tú, cuñado, ¿adivinas quién es?
-No -dijo Rubén, con frialdad-. Y tampoco me importa.
-Tengo llamitas en el estómago
-dijo el Escolar-. ¿Nadie va a pedir una cerveza?
El Melanés se pasó un patético
dedo por la garganta:
-I haven't money, darling -dijo.
-Pago una botella
-anunció Tobías, con ademán solemne-. A ver quién
me sigue, hay que apagarle las llamitas a este
baboso.
-Cuncho, bájate media docena de Cristales
-dijo Miguel. Hubo gritos de júbilo,
exclamaciones.
-Eres un verdadero pajarraco
-afirmó Francisco.
-Sucio, pulguiento -agregó el Melanés-,
sí, señor, un pajarraco de la pitri-mitri
Cuncho trajo las cervezas.
Bebieron. Escucharon al Melanés referir
historias sexuales, crudas,
extravagantes y afiebradas y se entabló
entre Tobías y Francisco una recia polémica sobre fútbol. El Escolar contó una anécdota. Venía de Lima a
Miraflores en un colectivo; los demás pasajeros
bajaron en la avenida Arequipa.
A la altura de Javier Prado subió el cachalote
Tomasso, ese albino de dos metros que sigue en Primaria, vive por la Quebrada ¿ya captan?; simulando
gran interés por el automóvil comenzó a hacer preguntas al chofer, inclinado
hacia el asiento
de
adelante, mientras rasgaba con una navaja, suavemente, el tapiz del espaldar.
-Lo hacía porque yo estaba ahí -afirmó el Escolar-.
Quería lucirse.
-Es un retrasado
mental -dijo Francisco-. Esas cosas se hacen a los diez años.
A su edad, no tiene gracia.
-Tiene gracia lo que pasó después -rió el Escolar-.
Oiga, chofer, ¿no ve que este cachalote
está destrozando su carro?
-¿Qué? -dijo el chofer, frenando
en seco. Las orejas encarnadas, los ojos espantados, el cachalote Tomasso
forcejeaba con la puerta.
-Con su navaja
-dijo el Escolar-. Fíjese cómo le ha dejado el asiento.
El cachalote logró
salir por fin. Echó a correr por la avenida
Arequipa; el chofer
iba tras él, gritando: "Agarren a ese desgraciado".
-¿Lo agarró? -preguntó el Melanés.
-No sé. Yo desaparecí. Y me robé la llave del motor,
de recuerdo. Aquí la tengo.
-Sacó de su bolsillo una pequeña llave plateada y la arrojó sobre la mesa. Las botellas estaban vacías. Rubén miró su reloj y se puso
de pie.
-Me voy -dijo-. Ya nos vemos.
-No te vayas -dijo Miguel-. Estoy rico hoy día. Los invito a almorzar a todos.
Un remolino de palmadas cayó sobre él, los pajarracos le agradecieron con estruendo, lo alabaron.
-Anda, vete nomás, buen mozo -dijo Tobías-. Y salúdame a Marthita.
-Pensaremos mucho en ti, cuñado -dijo el Melanés.
-No -exclamó
Miguel-. Invito a todos o a ninguno.
Si se va Rubén, nada.
-Ya has oído, pajarraco
Rubén -dijo Francisco-, tienes que quedarte.
-Tienes que quedarte -dijo el Melanés-,
no hay tutías.
-Me voy -dijo Rubén.
-Lo que pasa es que estás borracho -dijo
Miguel-. Te vas porque tienes miedo de
quedar en ridículo delante
de nosotros, eso es
lo que pasa.
-¿Cuántas veces te he llevado a tu
casa boqueando? -dijo Rubén-. ¿Cuántas te he ayudado
a subir la reja para que no te pesque
tu papá? Resisto
diez veces más que tú.
-Resistías -dijo Miguel-. Ahora está difícil. ¿Quieres ver?
-Con mucho gusto -dijo Rubén-. ¿Nos vemos a la noche, aquí mismo?
-No. En este momento
-Miguel se volvió hacia los demás, abriendo
los brazos-.
Pajarracos, estoy haciendo un desafío.
Dichoso, comprobó que la antigua
fórmula conservaba intacto su poder. En medio de la ruidosa alegría
que había provocado, vio a Rubén sentarse,
pálido.
-¡Cuncho! -gritó Tobías-. El menú. Y
dos piscinas de cerveza. Un pajarraco acaba de lanzar un desafío.
Pidieron bisteces a la
chorrillana y una docena de cervezas.
Tobías dispuso tres botellas para
cada uno de los competidores y las demás para el resto. Comieron hablando
apenas. Miguel bebía después de cada bocado y procuraba
mostrar animación, pero el
temor de no resistir lo suficiente crecía a medida que la cerveza depositaba en su garganta un sabor ácido.
Cuando acabaron las seis botellas, hacía rato que Cuncho había retirado los platos.
-Ordena tú -dijo Miguel a Rubén.
-Otras tres por cabeza.
Después del primer vaso de la nueva
tanda, Miguel sintió que los oídos le zumbaban; su cabeza
era una lentísima ruleta, todo se movía.
-Me hago pis -dijo-. Voy al baño. Los pajarracos rieron.
-¿Te rindes? -preguntó Rubén.
-Voy a hacer pis -gritó Miguel-. Si quieres, que
traigan más.
En el baño, vomitó. Luego se lavó la
cara, detenidamente, procurando borrar toda
señal reveladora. Su reloj marcaba las cuatro y media. Pese al denso malestar, se sintió
feliz. Rubén ya no podía hacer nada. Regresó donde ellos.
-Salud -dijo Rubén, levantando
el vaso.
"Está furioso”,
pensó Miguel. “Pero ya lo fregué".
-Huele a cadáver -dijo el Melanés-.
Alguien se nos muere por aquí.
-Estoy nuevecito
-aseguró Miguel, tratando
de dominar el asco y el mareo.
-Salud -repetía Rubén.
-Cuando hubieron terminado la última
cerveza, su estómago parecía de plomo, las
voces de los otros llegaban a sus oídos como una confusa mezcla de ruidos. Una mano apareció de pronto bajo sus oídos,
era blanca y de largos dedos, lo cogía del mentón, lo obligaba
a alzar la cabeza; la cara de Rubén había crecido. Estaba chistoso, tan despeinado y colérico.
-¿Te rindes, mocoso?
Miguel se incorporó de golpe y empujó
a Rubén, pero antes que el simulacro prosperara, intervino
el Escolar.
-Los pajarracos no pelean nunca
-dijo, obligándolos a sentarse-. Los dos están
borrachos. Se acabó. Votación.
El Melanés, Francisco y Tobías accedieron a otorgar el empate, de mala gana.
-Yo ya había ganado -dijo Rubén-. Este no puede ni hablar. Mírenlo.
Efectivamente, los ojos de Miguel estaban vidriosos,
tenía la boca abierta y de su lengua
chorreaba un hilo de saliva.
-Cállate -dijo el Escolar-. Tú no eres un campeón
que digamos, tomando
cerveza.
-No eres un campeón tomando
cerveza -subrayó el Melanés-. Sólo eres un campeón de natación, el trome de las piscinas.
-Mejor tú no hables -dijo Rubén-; ¿no ves que la envidia
te corroe?
-Viva la Esther Williams
de Miraflores -dijo el Melanés.
-Tremendo vejete y ni siquiera
sabes nadar -dijo
Rubén-. ¿No quieres
que te dé unas clases?
-Ya sabemos, maravilla
-dijo el Escolar-. Has ganado un campeonato
de natación. Y todas las chicas se mueren
por ti. Eres un campeoncito.
-Este no es campeón de nada -dijo Miguel,
con dificultad-. Es pura pose.
-Te estás muriendo -dijo Rubén-. ¿Te llevo a tu casa, niñita?
-No estoy borracho -aseguró
Miguel-. Y tú eres pura pose.
-Estás picado porque
le voy a caer a Flora -dijo Rubén-. Te mueres de celos.
¿Crees que no capto las
cosas?
-Pura pose -dijo Miguel-.
Ganaste porque tu padre es Presidente de la Federación, todo el mundo sabe que hizo trampa, descalificó al Conejo Villarán, sólo por eso ganaste.
-Por lo menos nado mejor que tú -dijo Rubén,
que ni siquiera sabes correr
olas.
-Tú no nadas mejor que nadie -dijo Miguel-.
Cualquiera te deja botado.
-Cualquiera -dijo el Melanés-.
Hasta Miguel, que es una madre.
-Permítanme que me sonría -dijo Rubén.
-Te permitimos -dijo Tobías-. No faltaba
más.
-Se me sobran porque estamos en invierno -dijo Rubén-. Si no, los desafiaba a
ir a la playa, a ver si en el agua son tan sobrados.
-Ganaste el campeonato por tu padre
-dijo Miguel-. Eres pura pose. Cuando quieras
nadar conmigo, me avisas nomás, con toda confianza. En la playa, en el Terrazas,
donde quieras.
-En la playa -dijo Rubén-. Ahora mismo.
-Eres pura pose -dijo
Miguel.
El rostro de Rubén se iluminó de
pronto y sus ojos además de rencorosos, se volvieron arrogantes.
-Te apuesto a ver
quién llega primero a la reventazón -dijo.
-Pura pose -dijo Miguel.
-Si ganas -dijo Rubén-, te prometo
que no le caigo a Flora. Y si yo gano tú te vas con la
música a otra parte.
-¿Qué te has creído? -balbuceó
Miguel-. Maldita sea, ¿qué es lo que te has creído?
-Pajarracos -dijo Rubén, abriendo
los brazos-, estoy haciendo
un desafío.
-Miguel no está en forma ahora -dijo el Escolar-.¿Por qué no se juegan a Flora a cara
o sello?
-Y tú por qué te metes -dijo Miguel-. Acepto. Vamos a la
playa.
-Están locos -dijo Francisco-. Yo no
bajo a la playa con este frío. Hagan otra apuesta.
-Ha aceptado -dijo Rubén-. Vamos.
-Cuando un pajarraco hace un desafío,
todos se meten la lengua
al bolsillo
- dijo Melanés-. Vamos a la playa. Y si no se atreven
a entrar al agua, los tiramos
nosotros.
-Los dos están borrachos
-insistió el Escolar-.
El desafío no vale.
-Cállate, Escolar
-rugió Miguel-. Ya estoy grande, no necesito
que me cuides.
-Bueno -dijo el Escolar,
encogiendo los hombros-.
Friégate, nomás.
Salieron. Afuera los esperaba
una atmósfera quieta,
gris. Miguel respiró
hondo; se sintió mejor. Caminaban adelante Francisco, el Melanés y
Rubén. Atrás, Miguel y el Escolar. En
la avenida Grúa había algunos transeúntes; la mayoría, sirvientas de trajes chillones en su día de salida. Hombres
cenicientos, de gruesos cabellos
lacios, merodeaban a su alrededor y las miraban con codicia; ellas reían mostrando
sus dientes de oro. Los pajarracos no les prestaban
atención. Avanzaban a grandes trancos y la excitación los iba
ganando, poco a poco.
-¿Ya se te pasó? -dijo el Escolar.
-Sí -respondió Miguel-. El aire me ha hecho bien.
En
la esquina de la avenida
Pardo, doblaron. Marchaban desplegados como una escuadra, en una misma línea, bajo
los ficus de la alameda, sobre las losetas hinchadas a trechos por las enormes
raíces de los árboles que irrumpían a veces en la
superficie como garfios. Al bajar por la Diagonal, cruzaron a dos muchachas. Rubén se
inclinó, ceremonioso.
-Hola, Rubén -cantaron ellas, a dúo. Tobías
las imitó, aflautando
la voz:
-Hola, Rubén, príncipe.
La avenida Diagonal desemboca en una
pequeña quebrada que se bifurca: por un
lado, serpentea el Malecón, asfaltado y lustroso; por el otro, hay una
pendiente que contornea el cerro y
llega hasta el mar. Se llama "la bajada a los baños", su empedrado
es parejo y brilla por el repaso
de las llantas de los automóviles y los pies
de los bañistas de muchísimos veranos.
-Entremos en calor, campeones -gritó
el Melanés, echándose a correr. Los demás lo imitaron.
Corrían contra el viento y la delgada
bruma que subía desde la playa, sumidos en un emocionante torbellino; por sus oídos, su boca y sus narices penetraba
el aire a sus pulmones y una sensación de alivio y desintoxicación se
expandía por su cuerpo a medida que el declive
se acentuaba y en un momento sus pies no obedecían
ya sino a una fuerza misteriosa que provenía de lo más profundo de la tierra. Los brazos como hélices, en sus
lenguas un aliento salado, los pajarracos descendieron la bajada a toda carrera,
hasta la plataforma circular, suspendida sobre el edificio de las casetas. El mar
se desvanecía a unos cincuenta metros
de la orilla, en una espesa nube que
parecía próxima a arremeter contra los acantilados, altas moles oscuras
plantadas a lo largo de toda la bahía.
-Regresemos -dijo Francisco-. Tengo frío.
Al
borde de la plataforma hay un cerco manchado a pedazos por el musgo.
Una abertura señala el comienzo de la escalerilla, casi vertical, que
baja hasta la playa. Los pajarracos
contemplaban desde allí, a sus pies, una breve cinta de agua libre,
y la superficie inusitada, bullente,
cubierta por la espuma de las
olas.
-Me voy si éste se rinde -dijo Rubén.
-¿Quién habla de rendirse? -repuso Miguel-. ¿Pero qué te has creído?
Rubén bajó la escalerilla a saltos, a la vez que se desabotonaba la camisa.
-¡Rubén! -gritó el Escolar-.
¿Estás loco? ¡Regresa!
Pero Miguel y
los otros también bajaban
y el Escolar los siguió.
En el verano, desde la baranda del
largo y angosto edificio recostado contra el
cerro, donde se hallan los
cuartos de los bañistas, hasta el límite curvo del mar, había un declive
de piedras, plomizas donde la gente se asoleaba. La pequeña playa hervía de animación desde la mañana hasta
el crepúsculo. Ahora el agua ocupaba el declive y no había sombrillas de colores vivísimos, ni muchachas elásticas
de cuerpos tostados, no
resonaban los gritos melodramáticos de los niños y de las mujeres
cuando una ola conseguía salpicarlos antes de regresar
arrastrando rumorosas piedras
y guijarros, no se veía ni un hilo de playa, pues la corriente inundaba hasta el espacio limitado por las
sombrías columnas que mantienen el edificio en vilo, y, en el momento de la resaca,
apenas se descubrían los escalones de madera y los soportes
de cemento, decorados por estalactitas y algas.
-La reventazón no se ve -dijo Rubén-. ¿Cómo hacemos?
Estaban en la galería de la izquierda, en el sector correspondiente a las mujeres; tenían los rostros
serios.
-Esperen hasta
mañana -dijo el Escolar-.
Al mediodía estará despejado. Así podremos controlarlos.
-Ya que hemos venido hasta
aquí que sea ahora -dijo el Melanés-. Pueden controlarse
ellos mismos.
-Me parece bien -dijo Rubén-.
¿Y a
ti?
-También -dijo Miguel.
-Cuando estuvieron desnudos. Tobías bromeó acerca
de las venas azules que escalaban el vientre liso de Miguel.
Descendieron. La madera
de los escalones,
lamida incesantemente por el agua desde hacía meses,
estaba resbaladiza y muy suave. Prendido
al pasamanos de hierro para no caer, Miguel sintió un estremecimiento que subía desde la
planta de sus pies al cerebro. Pensó que, en cierta forma, la neblina y el frío lo favorecían, el éxito ya no dependía
de la destreza, sino sobre todo de la resistencia, y la piel de Rubén estaba también
cárdena,
replegada en millones de carpas pequeñísimas. Un escalón más abajo, el cuerpo armonioso de Rubén se inclinó:
tenso, aguardaba el final de la resaca y la llegada
de la próxima ola, que venía sin bulla, airosamente, despidiendo por delante una bandada de trocitos de espuma. Cuando la cresta de la ola estuvo a dos metros de la escalera, Rubén se arrojó:
los brazos como lanzas, los cabellos
alborotados por la fuerza del impulso, su cuerpo cortó el aire rectamente y cayó sin doblarse, sin bajar la cabeza ni
plegar las piernas, rebotó en la
espuma, se hundió apenas y, de inmediato, aprovechando la marea, se deslizó hacia adentro; sus brazos aparecían y se hundían entre un burbujeo
frenético y sus pies iban trazando una estela
cuidadosa y muy veloz. A su vez, Miguel bajó otro escalón y esperó la próxima ola. Sabía que el fondo allí era
escaso, que debía arrojarse como una tabla, duro
y rígido, sin mover un músculo, o chocaría contra las piedras. Cerró los ojos y saltó, y no encontró el fondo, pero su
cuerpo fue azotado desde la frente hasta las
rodillas, y surgió un vivísimo escozor mientras braceaba con todas sus
fuerzas para devolver a sus miembros
el calor que el agua les había arrebatado de golpe. Estaba en esa extraña sección del mar de
Miraflores vecina a la orilla, donde se encuentran la resaca y las olas, y hay remolinos y corrientes encontradas,
y el último verano distaba tanto que Miguel había olvidado
cómo franquearla sin esfuerzo. No recordaba que es preciso
aflojar el cuerpo y abandonarse, dejarse llevar sumisamente a la deriva, bracear sólo
cuando se salva una ola y se está sobre la cresta, en esa plancha
líquida que escolta
a la espuma y flota encima de las corrientes. No recordaba que conviene
soportar con paciencia y cierta malicia ese primer
contacto con el mar exasperado de la orilla que tironea los miembros y avienta
chorros a la boca y los ojos, no ofrecer resistencia, ser un corcho, limitarse a tomar aire cada vez que una ola se
avecina, sumergirse -apenas si reventó lejos y
viene sin ímpetu, o hasta el mismo fondo si el estallido es cercano-,
aferrarse a alguna piedra y esperar
atento el estruendo sordo de su
paso, para emerger de un solo impulso
y continuar avanzando, disimuladamente, con las manos, hasta encontrar un nuevo obstáculo
y entonces ablandarse, no combatir contra los remolinos, girar voluntariamente en la espiral
lentísima y escapar
de pronto, en el
momento oportuno, de un solo manotazo. Luego, surge de improviso una superficie calma, conmovida por tumbos inofensivos;
el agua es clara, llana, y en algunos puntos se divisan las opacas piedras submarinas.
Después de atravesar la zona
encrespada, Miguel se detuvo, exhausto, y tomó
aire. Vio a Rubén a poca distancia, mirándolo. El pelo le caía sobre la
frente en cerquillo; tenía los
dientes apretados.
-¿Vamos?
-Vamos.
A los pocos minutos de estar nadando,
Miguel sintió que el frío, momentáneamente
desaparecido, lo invadía de nuevo, y apuró el pataleo porque era en las piernas, en las pantorrillas sobre
todo, donde el agua actuaba con mayor eficacia,
insensibilizándolas primero, luego endureciéndolas. Nadaba con la cara sumergida y, cada vez que el brazo derecho
se hallaba afuera, volvía la cabeza para arrojar el aire
retenido y tomar otra provisión
con la que hundía una vez más la frente y la
barbilla, apenas, para no frenar su propio avance y, al contrario, hendir el agua como una proa y facilitar el desliz.
A cada brazada veía con un ojo a Rubén, nadando
sobre la superficie, suavemente, sin esfuerzo, sin levantar espuma ahora, con la delicadeza y la facilidad
de una gaviota que planea.
Miguel trataba de olvidar a Rubén
y al mar y a la reventazón (que debía estar lejos aún, pues el agua era limpia, sosegada, y sólo atravesaban
tumbos recién iniciados), quería recordar únicamente el rostro de Flora, el vello de sus brazos que en los días de sol centelleaba
como un diminuto bosque de hilos de oro, pero no podía evitar que, a la imagen de la muchacha, sucediera otra,
brumosa, excluyente, atronadora, que caía sobre
Flora y la ocultaba, la imagen de una montaña de agua embravecida, no precisamente la reventazón (a la que había
llegado una vez hacía dos veranos, y cuyo
oleaje era intenso, de espuma verdosa y negruzca, porque en ese lugar, más o menos, terminaban las piedras y empezaba el fango que las
olas extraían a la superficie y entreveraban con los nidos de
algas y malaguas, tiñendo el mar), sino, más
bien, en un verdadero océano removido por cataclismos interiores, en el que se elevaban olas descomunales, que hubieran
podido abrazar a un barco entero y lo hubieran
revuelto con asombrosa rapidez, despidiendo por los aires a pasajeros, lanchas,
mástiles, velas, boyas, marineros, ojos de
buey y banderas.
Dejó de nadar, su cuerpo se hundió hasta quedar vertical, alzó la cabeza y vio a
Rubén que se alejaba. Pensó llamarlo con cualquier pretexto, decirle "¿Por
qué no descansamos un momento?", pero no lo hizo. Todo el frío de su cuerpo parecía
concentrarse en las pantorrillas, sentía los músculos agarrotados,
la piel tirante, el corazón
acelerado. Movió los pies febrilmente. Estaba en el centro de un círculo de agua oscuro, amurallado por la neblina. Trató de distinguir la playa, o cuando menos la sombra de los acantilados, pero esa gasa equívoca que se iba disolviendo a su paso, no era
transparente. Sólo veía una superficie breve, verde negruzca, y un manto de nubes, a ras de agua. Entonces
sintió miedo. Lo asaltó el recuerdo de la cerveza
que había bebido, y pensó: "Fijo que eso me ha debilitado". Al
instante pareció que sus brazos y
piernas desaparecían. Decidió regresar, pero después de unas brazadas en dirección a la playa, dio media vuelta y nadó
lo más ligero que pudo. "No
llego a la orilla solo, se decía, mejor estar cerca de Rubén, si me agoto le diré me ganaste
pero regresemos". Ahora nadaba sin estilo, la cabeza en alto,
golpeando
el agua con los brazos tiesos, la vista clavada en el cuerpo imperturbable que lo precedía.
La
agitación y el esfuerzo desentumecieron sus piernas, su cuerpo recobró
algo de calor, la distancia que lo separaba de Rubén había disminuido y
eso lo serenó. Poco después lo alcanzaba; estiró un brazo, cogió uno de sus pies. Instantáneamente el otro se detuvo. Rubén
tenía muy enrojecidas las pupilas y la boca
abierta.
-Creo que nos hemos torcido -dijo Miguel-. Me parece que estamos nadando
de costado a la playa.
Sus dientes castañeteaban, pero su voz era segura.
Rubén miró a todos lados.
Miguel lo observaba, tenso.
-Ya no se ve la playa -dijo Rubén.
-Hace mucho rato que no se ve -dijo Miguel-. Hay mucha
neblina.
-No nos hemos torcido
-dijo Rubén-. Mira. Ya se ve la espuma.
En efecto, hasta
ellos llegaban unos tumbos condecorados por una ola de espuma
que se deshacía y, repentinamente, rehacía.
Se miraron, en silencio.
-Ya estamos cerca de la reventazón, entonces -dijo, al fin, Miguel.
-Sí. Hemos nadado rápido.
-Nunca había visto tanta neblina.
-¿Estás muy cansado? -preguntó
Rubén.
-¿Yo? Estás loco. Sigamos.
-Inmediatamente lamentó esa frase, pero ya era tarde. Rubén había dicho
"Bueno, sigamos".
Llegó a contar veinte
brazadas antes de decirse que no podía más: casi no
avanzaba, tenía la pierna derecha seminmovilizada por el
frío, sentía los brazos torpes y pesados. Acezando,
gritó: "¡Rubén!" Este seguía nadando.
"¡Rubén, Rubén!" Giró y comenzó
a nadar hacia la playa, a chapotear
más bien, con desesperación,
y de pronto rogaba a Dios que lo salvara, sería bueno en el futuro, obedecería a sus padres,
no faltaría a la misa del domingo
y, entonces, recordó
haber confesado a
los pajarracos "Voy a la iglesia sólo a ver a una hembrita" y tuvo una certidumbre como una puñalada:
Dios iba a castigarlo,
ahogándolo en esas aguas turbias
que golpeaba frenético, aguas bajo las cuales lo aguardaba una muerte atroz y, después, quizás, el infierno. En
su angustia surgió entonces como un eco, cierta
frase pronunciada alguna vez por el padre Alberto en la clase de
religión, sobre la bondad divina que
no conoce límites, y mientras azotaba el mar con los brazos -sus piernas colgaban como plomadas transversales-,
moviendo los labios rogó a Dios que fuera bueno con él, que era tan joven, y juró que iría al seminario si se salvaba, pero un segundo
después rectificó, asustado, y prometió que en vez
de hacerse sacerdote haría sacrificios
y otras cosas, daría limosnas y ahí descubrió
que la vacilación y el regateo en ese instante crítico podían ser
fatales y entonces sintió los gritos enloquecidos de Rubén, muy próximos, y volvió la cabeza y lo vio, a unos
diez metros, media cara hundida en el agua, agitando un brazo, implorando: "¡Miguel, hermanito, ven, me ahogo, no te vayas!".
Quedó perplejo, inmóvil, y fue de
pronto como si la desesperación de Rubén fulminara la suya; sintió que recobraba
el coraje, la rigidez de sus piernas
se atenuaba.
-Tengo calambre en el estómago
-chillaba Rubén-. No puedo más, Miguel.
Sálvame, por lo que más quieras,
no me dejes, hermanito.
Flotaba hacia Rubén, y ya iba a
acercársele cuando recordó, los naúfragos sólo
atinan a prenderse como tenazas de sus salvadores y los hunden
con ellos, y se alejó, pero los gritos lo aterraban y
presintió que si Rubén se ahogaba él tampoco
llegaría a la playa, y regresó. A dos metros de Rubén,
algo blanco y encogido que se
hundía y emergía, gritó: "No te muevas, Rubén, te voy a jalar pero no
trates de agarrarme, si me agarras
nos hundimos. Rubén, te vas a quedar
quieto, hermanito, yo te voy a jalar de la cabeza, no me
toques". Se detuvo a una distancia prudente, alargó una mano hasta alcanzar los cabellos de Rubén. Principió a nadar con el brazo libre, esforzándose todo lo posible por ayudarse con las
piernas. El desliz era lento, muy penoso, acaparaba
todos sus sentidos,
apenas escuchaba a Rubén quejarse
monótonamente, lanzar de pronto terribles alaridos: "Me voy a
morir, sálvame, Miguel", o estremecerse por las arcadas.
Estaba exhausto cuando
se detuvo. Sostenía
a Rubén con una mano, con la otra trazaba
círculos en la superficie. Respiró
hondo por la boca. Rubén tenía la cara contraída
por el dolor, los labios
plegados en una mueca insólita.
-Hermanito -susurró Miguel -, ya falta poco, haz un esfuerzo. Contesta, Rubén. Grita. No te quedes así.
Lo abofeteó con fuerza y Rubén abrió los ojos; movió la cabeza débilmente.
-Grita, hermanito -repitió Miguel-.
Trata de estirarte. Voy a sobarte
el estómago. Ya falta poco, no te dejes vencer.
Su
mano buscó bajo el agua, encontró una bola dura que nacía en el ombligo de Rubén y ocupaba gran parte del
vientre. La repasó, muchas
veces, primero despacio, luego fuertemente, y Rubén gritó: "¡No quiero morirme, Miguel,
sálvame!"
Comenzó a nadar de nuevo, arrastrando
a Rubén esta vez de la barbilla. Cada vez
que un tumbo los sorprendía, Rubén se atragantaba, Miguel le indicaba a gritos que escupiera. Y siguió nadando, sin
detenerse un momento, cerrando los ojos a veces,
animado porque en su corazón había brotado una especie de confianza, algo caliente
y orgulloso, estimulante, que lo protegía
contra el frío y la fatiga. Una piedra
raspó uno de sus pies y él dio un grito y apuró. Un momento después podría pararse
y pasaba los brazos en torno a Rubén. Teniéndolo apretado contra él, sintiendo su
cabeza apoyada en uno de sus hombros, descansó largo rato. Luego ayudó a Rubén a extenderse
de espaldas, y soportándolo en el antebrazo,
lo obligó a estirar las rodillas; le hizo masajes
en el vientre hasta que la dureza fue cediendo. Rubén ya no gritaba, hacía grandes esfuerzos por estirarse del
todo y con sus manos se frotaba
también.
-¿Estás mejor?
-Sí, hermanito, ya estoy bien. Salgamos.
Una alegría inexpresable los colmaba
mientras avanzaban sobre las piedras, inclinados
hacia adelante para enfrentar la resaca, insensibles a los erizos. Al poco rato vieron las aristas de los
acantilados, el edificio de los baños y, finalmente, ya cerca de la orilla, a los pajarracos, de pie en la galería de las mujeres, mirándolos.
-Oye -dijo Rubén.
-Sí.
-No les digas nada. Por favor, no les digas que he gritado. Hemos sido siempre
muy amigos, Miguel.
No me hagas eso.
-¿Crees que soy un desgraciado? -dijo Miguel-. No diré nada, no te preocupes.
Salieron tiritando. Se sentaron
en la escalerilla, entre el alboroto de los pajarracos.
-Ya nos íbamos a dar el pésame a las familias -decía Tobías.
-Hace más de una hora que están
adentro -dijo el Escolar-. Cuenten, ¿cómo ha
sido la cosa?
Hablando con calma, mientras se
secaba el cuerpo con la camiseta, Rubén explicó:
-Nada. Llegamos a la reventazón y volvimos. Así somos los pajarracos. Miguel me ganó. Apenas por una puesta de
mano. Claro que si hubiera sido en una piscina, habría quedado en ridículo.
Sobre la espalda de Miguel, que se
había vestido sin secarse, llovieron las palmadas de felicitación.
-Te estás haciendo un hombre -le decía el Melanés.
Miguel no respondió. Sonriendo,
pensaba que esa misma noche iría al Parque Salazar;
todo Miraflores sabría ya, por boca del Melanés, que había vencido esa prueba heroica y Flora lo estaría
esperando con los ojos brillantes. Se abría, frente a él, un porvenir
dorado.