EL PAÍS, 20 de enero de 2019
Todos somos raros (aunque unos más que otros)
La curiosidad, el amor al reto,
la necesidad de lograr algo distinto y una gloriosa chifladura forman parte de
la condición humana
UN RECIENTE ESTUDIO del
departamento de psicología de la Universidad de Yale (EE UU) ha demostrado que
nadie es normal, o lo que es lo mismo, que la normalidad es tan sólo un valor
estadístico, lo cual, por otra parte, es una verdad de Perogrullo, una obviedad
que muy dentro de nosotros todos sabemos. El individuo supuestamente normal no
es más que un modelo imposible diseñado con los rasgos más habituales, pero
como nadie puede estar dentro de los valores mayoritarios en todos los
registros de su vida, resulta que todos somos raros de algún modo. Y esas
desviaciones nos definen de tal manera que a menudo pienso que el amor
consiste, precisamente, en encontrar a alguien con quien compartir nuestras
rarezas.
Eso sí, algunos parecen más raros
que otros. O quizá en esto influya un sesgo cultural: no en todas las
sociedades resulta igual de fácil mostrar tus diferencias. Por ejemplo, yo
diría que Reino Unido siempre ha respetado e incluso fomentado la
excentricidad, mientras que la sociedad española ha sido tradicionalmente mucho
más normativa. Lord Byron,
un excéntrico él mismo, dijo que la decadencia del imperio español
fue a causa de la publicación del Quijote, porque el libro esencial de
nuestra cultura nos enseñaba que el individuo que se atrevía a ser distinto y a
tener grandes sueños se convertía en un patético bufón de quien todos se
burlaban. Yo no sé si nuestro hipertrofiado sentido del ridículo se deberá al
hidalgo manchego; más bien creo que Cervantes, con su enorme talento, supo
captar ese rasgo de nuestra cultura. Pero lo que sí es cierto es que la
diferencia es un valor, que la diversidad contribuye al éxito adaptativo de
nuestra especie y que la gente rara, en un amplio arco que va desde lo más
estrafalario hasta lo más sublime, es el motor de la historia.
El neuropsicólogo escocés David
Weeks publicó en 1995 un libro sobre la excentricidad en el que concluía que
quienes poseían esta peculiaridad eran más felices, consumían menos drogas y
eran muy creativos. También calculaba que sólo había un excéntrico por cada
5.000 o 10.000 personas, lo cual me parece bajísimo. Creo que Weeks sólo se
refería a los raros geniales, y eso, claro, es afinar mucho. Pero basta con
mirar de cerca a tus vecinos para advertir que los seres humanos somos un
hervor de extravagancias.
Y si no, consulta en Internet los récords Guinness más
estrafalarios y pásmate ante las cosas a las que la gente se dedica. Hay un
récord para saltar 100 metros vallas con aletas de bucear en los pies, una
suprema tontería que hace la carrera dificilísima (¿cómo se le ocurriría a
alguien semejante idea?). Otros doblan sartenes de aluminio con las manos, o
arrastran camiones tirando con una oreja, o con el pene, los dientes, el pelo e
incluso uno “con la cuenca de los ojos”, que no sé muy bien qué espeluznante
cosa significa. Todas estas actividades, por extrañas que parezcan, tienen
numerosos competidores y son retos exigentes que obligan a largos y duros
entrenamientos. La ambición de una vida.
Este artículo se ha cocido en mi
cabeza tras leer que un francés de 71 años zarpó a finales de diciembre de las
islas Canarias encerrado dentro de una especie de barril naranja, con el que
espera llegar al Caribe en tres meses, impulsado tan sólo por el oleaje. Viva
la excentricidad, me dije, divertida ante un proyecto tan loco que, por otra
parte, va a servir de estudio sobre los efectos de la soledad en el encierro.
No es el único que se mete en estos líos. Por ejemplo, también me fascina que
se hayan presentado miles de personas al proyecto Mars One, que pretende enviar 24
colonos a Marte en 2027, en un viaje sin retorno. Ahora Mars One
está en entredicho (se habla incluso de estafa), pero los aspirantes acudieron
honestamente, dispuestos a irse a Marte para el resto de su vida. ¿No es formidable
esa temeridad, esa excentricidad? ¿Por qué se empeña el ser humano en hacer
cosas tan peligrosas y tan inútiles como, pongamos, subir hasta la cumbre del Everest?
Pues simplemente porque la montaña está ahí. La curiosidad, el amor al reto, la
necesidad de lograr algo distinto y una gloriosa chifladura forman parte de la
condición humana. Sin los raros, aún seguiríamos en las cavernas.