lunes, 12 de agosto de 2019

"El joven guardián", de Carlos Gamerro (1º año Cangallo)

 Edición Domingo 15.07.2001  »  El joven guardián


EN LOS 50 AÑOS DE LA PUBLICACION DE UNA NOVELA MITICA DE J.D. SALINGER

El joven guardián


En 1951 se publicó la novedosa El guardián en el centeno y Salinger se convirtió en el escritor más popular de los Estados Unidos.



CARLOS GAMERRO

Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso."


Cincuenta años atrás, la primera oración de una novela le hablaba así a su lector. Así, en singular, ya que El guardián en el centeno no se dirige a un público, sino a vos, personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo el tiempo mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablás con tus amigos (o mejor aun: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos) y que jamás habías apreciado del todo —jamás habías podido valorar estéticamente, y por lo tanto defender- porque nunca lo habías podido contemplar en la página impresa de un libro. El protagonista, que pronto nos dirá su nombre, Holden Caulfield, te va a contar, a vos, la historia de su última Navidad, cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela preparatoria Pencey y deambuló, solo, por su ciudad, Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando incluso su propia casa a escondidas, en la noche, como un fantasma.

Hay algo que Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás como él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos —y si no lo hacés en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de verte obligado a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el contemporáneo Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca nada) que te sentís obligado a responderle de la misma manera, y preferís cambiar vos, antes que disentir con él—.


La novela podría suponerse escrita por un adolescente como Holden salvo por un rasgo que la delata: un adolescente al escribir tendería a impostar las formas del discurso adulto, serio, saturando su estilo de clichés rimbombantes, de abstracciones altisonantes y formas poéticas pasadas de moda. Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo. El estilo de El guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con otros jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas del habla adolescente, podría lograr. Con 32 años de vida, J. D. Salinger había crecido en Nueva York, asistido a una academia militar, participado en el desembarco de Normandía, interrogado prisioneros alemanes y, una vez regresado a su ciudad (la única de su literatura), publicado un puñado de cuentos perfectos en la revista The New Yorker.

Durante la guerra pudo conocer a Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga de relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos sobre Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro, lo que interesa a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no tanto la experiencia extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad de posguerra, la más represiva e intolerante de la historia norteamericana: la época del complejo militar-industrial de Eisenhower, del macartismo, del primer intento de suicidio de Sylvia Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden Caulfield, del suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes, una época imposible.

Los jóvenes —los adolescentes, los teenagers— no existieron desde siempre y en todas partes: su invención es reciente, tuvo lugar en los Estados Unidos, y en los años 50. Basta mirar el cine o la publicidad anterior para comprobarlo: cada jovencito, en su vestimenta, corte de pelo, su aura en suma, es un cloncito de su papá y cada muchachita, de su mamá. Si algo los distingue de los progenitores es su carácter incompleto, no terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos") que dirigen al adulto. Pocos años después la ropa, la música, el cine, la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo se han vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, o acaso a algún adulto que siga manifestando suficientes rasgos juveniles, exteriores o interiores. La cultura joven se define ahora positivamente, por rasgos propios y por oposición (no aspiración) al mundo de los adultos. Hace 50 años, los jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos frentes y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la música con Elvis Presley y en la literatura con J.D. Salinger.


El fenómeno de la invención de los jóvenes y su cultura tuvo ese rasgo norteamericano de congeniar la rebelión contra el sistema con las demandas del mercado. Los jóvenes se rebelan y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial y surge la cultura joven como cultura de consumo (tal vez una de las más lucrativas de las últimas décadas).

En los 50 y en la literatura, la invención de la cultura joven tuvo dos vertientes fundamentales: Salinger y los beats. Salinger representa sobre todo la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes como muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y luego a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale, Princeton y otras). La estética de Salinger es esencialmente aristocrática, aunque se trate de una aristocracia de la sensibilidad más que del dinero. Sus personajes son demasiado buenos, demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose (Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra posterior se plantean el problema:"¿Cómo puede un individuo excepcional vivir en un mundo mediocre dominado por cretinos?".

Exasperado por la ineptitud y la soberbia de sus críticos, se retiró del mundo primero, a una granja rodeada por un muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de ahí en más todo contacto con lectores y periodistas —lo cual tuvo el paradójico resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar de Abenjacán el Bojarí, ese personaje de Borges que construye un laberinto para esconderse de su perseguidor y lo que logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto un centro de peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor en una de sus escasas excursiones al mundo exterior. (En ese sentido Thomas Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha sido más consecuente, o menos histérico: nunca se dejó ver, y para esconderse, eligió el lugar indicado: el laberinto de Nueva York).

Este retiro de su persona de la escena literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60, Salinger se negaría a publicar lo que escribía, situación que se ha mantenido hasta el presente. Los beats, que completarían en los 50 la educación de la primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más democrático y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos susurran en el oído: "vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque lo susurren en el oído de todos nosotros), los personajes de la literatura beat, entre los cuales se cuentan en primer lugar los propios autores beat, nos dicen: "yo soy como todos, y todos pueden ser como yo". Entre el Holden Caulfield de Salinger y el Dean Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los squares, los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos incompletos).

Si, como sugiere Harold Bloom, Shakespeare inventó lo humano tal como lo concebimos hoy, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo, Dickens inventó a los niños, y Salinger, Kerouac y Ginsberg, a los jóvenes.

Fue, sobre todo, como los son siempre los aciertos de la literatura, un truco del lenguaje. El largo monólogo en primera persona de Holden Caulfield es vívido a fuerza de originalidad y precisión, pero en él abundan todos los "vicios" del lenguaje adolescente: repetición de ciertas muletillas (and all, or anything, crazy y corny son algunas de las más frecuentes), vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y el slang.

El logro de Salinger consistió en hacer del vicio, virtud; en darse cuenta de que allí había una estética. Aunque más que de un léxico se tratara de una música, un ritmo —complementado además por una ética: la de un autor que nunca se coloca por encima del lenguaje de su protagonista: nunca nos da la sensación que las palabras de Holden adolescente estén puestas entre comillas; nunca su modo de hablar está tratado como objeto pintoresco que el autor-antropólogo observa y exhibe a nuestra indulgente consideración; no hay, en las 220 páginas de la novela, una sola nota falsa—. Lo más sorprendente es ver que su lenguaje no ha envejecido (el peligro más insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial). Más que interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe para las sucesivas generaciones de adolescentes que todavía hoy, 50 años después, se siguen identificando con el protagonista.


De todas las palabras clave que marcan el compás de la novela, quizá la dominante sea la palabra phoney, que participa de nuestros significados de "trucho", "falso", "careta", "hipócrita" sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de phoney es la vara con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino de sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte en el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los primeros jóvenes), del mundo de los adultos. Y se convierte además en la cualidad fundamental de la obra: no tanto como contenido sino como rasgo de estilo. De manera similar, El cazador es sincero no porque lo que dice la obra sea lo que el autor piensa (Salinger no concede reportajes ni escribe artículos, así que no podemos saber qué piensa), sino porque reconocemos, en la voz del personaje, todos los acentos de la sinceridad.

La obra de Salinger nos entrega una estética (que algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía (que básicamente sigue a los maestros zen), nos ofrece la membresía de un exclusivo club del gusto y, a contracorriente de mucha literatura moderna y posmoderna, dedica gran parte de sus energías a proponer una pedagogía. Para Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta verdad el punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana. No a otra cosa se refiere el título de esta novela: Holden, cuando tiene que definir qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un grupo de niños jugando en un campo de centeno, al borde de un precipicio, y entre los niños y el precipicio el propio Holden, listo para atrapar a cualquiera que esté en riesgo de caer. El guardián en el centeno no los retará, ni siquiera los aleccionará sobre los riesgos de jugar al borde del abismo, simplemente los atrapará antes de que caigan. (Lo cual, dicho sea de paso, revela lo obtuso de traducir el título The Catcher in the Rye como El cazador oculto. Incluso "guardián" es insuficiente, ya que catcher se refiere al que atrapa la pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el catcher en el centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños usará el guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba sus poemas favoritos). La educación actual, para Salinger, consiste en destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita desarrollarse sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen: los niños no son una posesión de los padres: son huéspedes en la casa y deben ser tratados —honrados— como tales. Fuera del mero cuidado físico, toda educación es deformación e interferencia.

Se ha repetido hasta el cansancio que los personajes literarios son meras ristras de palabras, que no tienen existencia real fuera de la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de Shakespeare. Salinger creía en la realidad de sus personajes, y una de las maneras de demostrarlo fue otorgándoles la capacidad de seguir viviendo en los intervalos entre un libro y otro: sobre todo en la saga de la familia Glass, a la que se dedica por entero tras concluir, en El cazador, la de los Caulfield. Salinger no toleraba la crítica, pero al parecer lo que le molestaba no era que lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran a sus personajes. Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que iba a ser su primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba loco". La necesidad de proteger a sus personajes de la incomprensión del mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no publicar las nuevas historias que escribía.

Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la literatura, siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una fascinación no exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no publicar es, en un escritor consagrado, o un insulto hacia sus lectores, o una todavía más imperdonable coquetería. No resulta difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente el momento de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables best-sellers que se habrán acumulado a lo largo de 40 años de productiva reclusión. Quizás Salinger, decidido a dar batalla hasta el final, haga verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que caigan en manos de ese otro fuego peor, el del infierno que son los lectores. Su actitud parecería alinearse con la de ciertos personajes de Borges, como el escritor de "El milagro secreto" o el sacerdote de "La escritura del Dios": la perfección de la obra o del saber son inmanentes, no necesitan salir al mundo exterior para verse confirmados: Dios, al menos, los habrá leído y comprendido. El ideal de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien a quien puedas llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner pasan la prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal relación entre vida y obra: Salinger pasó la prueba —con sobresaliente— convirtiéndose en el autor al que todos querían llamar, y terminó recluyéndose en un monasterio para uno, rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar, justamente para que dejaran de llamarlo.



domingo, 11 de agosto de 2019

El otro, de Jorge Luis Borges

 El Otro
Jorge Luis Borges

El hecho ocurrió el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
 Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien, mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y la memoria de Alvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Alvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
-Señor, ¿usted es oriental o argentino?
-Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra -fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
-¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
-En tal caso  -le dije resueltamente-  usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
-No -me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
-Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
-Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo de Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres de volúmenes de Las mil y una noches de Lane, con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de Sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso en la plaza Dubourg.
-Dufour -corrigió.
-Está bien, Dufour. ¿Te basta con todo eso?
-No -respondió-. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
-Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
-¿Y si el sueño durara? -dijo con ansiedad. 
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
-Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
-Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejía; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamo a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente."Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, ¿en casa cómo están?
-Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
-¿Y usted?
-No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros.
Cambié de tono y proseguí:
-En lo que se refiere a la historia... Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacía mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor.  (…)
-Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
-Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
-¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años; un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
-Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan.  Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
(…) De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
-Oí -le dije-, ¿tenés algún dinero?
-Sí - me replicó-. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Cocodrile.
-Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge, y que hará mucho bien... ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
-No puede ser -gritó-. Lleva la fecha de mil novecientos sesenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
-Todo esto es un milagro -alcanzó a decir- y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
-¿A buscarlo? -me interrogó.
-Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el encuentro.

El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.