EN LOS 50 AÑOS DE LA PUBLICACION DE UNA NOVELA MITICA DE J.D. SALINGER
El
joven guardián
En 1951 se publicó la novedosa El guardián en el centeno y Salinger se convirtió en el escritor más popular de los Estados Unidos.
En 1951 se publicó la novedosa El guardián en el centeno y Salinger se convirtió en el escritor más popular de los Estados Unidos.
CARLOS GAMERRO
Si en serio querés que te cuente, lo primero que vas a querer saber es dónde nací, y cómo fue mi jodida infancia, y qué hacían mis padres antes de tenerme y todo, toda esa mierda bien David Copperfield, pero la verdad es que no tengo ni ganas de entrar a hablar de eso."
Cincuenta años atrás, la primera oración de una novela le hablaba así a su lector. Así, en singular, ya que El guardián en el centeno no se dirige a un público, sino a vos, personalmente (el autor tenía tu rostro ante sus ojos todo el tiempo mientras la escribía). Así, en el lenguaje que hablás con tus amigos (o mejor aun: en el lenguaje que te gustaría hablar con tus amigos) y que jamás habías apreciado del todo —jamás habías podido valorar estéticamente, y por lo tanto defender- porque nunca lo habías podido contemplar en la página impresa de un libro. El protagonista, que pronto nos dirá su nombre, Holden Caulfield, te va a contar, a vos, la historia de su última Navidad, cuando fue expulsado de la prestigiosa escuela preparatoria Pencey y deambuló, solo, por su ciudad, Nueva York, como si fuera un extranjero, visitando incluso su propia casa a escondidas, en la noche, como un fantasma.
Hay algo que Holden da por sentado: si nadie en la novela, salvo su hermanita Phoebe, puede entenderlo, vos sí vas a hacerlo. Porque vos pensás como él, sentís como él, compartís sus gustos y disgustos —y si no lo hacés en las primeras páginas, pronto lo vas a hacer, a riesgo de verte obligado a dejar de leer: es tal su candor (en el sentido que el contemporáneo Allen Ginsberg daba a la palabra: no ocultar nunca nada) que te sentís obligado a responderle de la misma manera, y preferís cambiar vos, antes que disentir con él—.
La novela podría suponerse escrita por un adolescente como Holden salvo por un rasgo que la delata: un adolescente al escribir tendería a impostar las formas del discurso adulto, serio, saturando su estilo de clichés rimbombantes, de abstracciones altisonantes y formas poéticas pasadas de moda. Le costará, sobre todo, lograr un estilo homogéneo. El estilo de El guardián es sistemáticamente el de un joven hablando con otros jóvenes; como sólo un estilista maduro, elaborando sobre las formas del habla adolescente, podría lograr. Con 32 años de vida, J. D. Salinger había crecido en Nueva York, asistido a una academia militar, participado en el desembarco de Normandía, interrogado prisioneros alemanes y, una vez regresado a su ciudad (la única de su literatura), publicado un puñado de cuentos perfectos en la revista The New Yorker.
Durante la guerra pudo conocer a Hemingway, uno de sus héroes literarios (mucho le debe la saga de relatos sobre Seymour Glass, de Salinger, a la serie de cuentos sobre Nick Adams, de Hemingway), pero a diferencia de su maestro, lo que interesa a Salinger no es tanto la guerra sino sus bordes, no tanto la experiencia extraordinaria sino la cotidiana, en esa sociedad de posguerra, la más represiva e intolerante de la historia norteamericana: la época del complejo militar-industrial de Eisenhower, del macartismo, del primer intento de suicidio de Sylvia Plath, de la internación de Allen Ginsberg y de Holden Caulfield, del suicidio de Seymour Glass. Fue, sobre todo para los jóvenes, una época imposible.
Los jóvenes —los adolescentes, los teenagers— no existieron desde siempre y en todas partes: su invención es reciente, tuvo lugar en los Estados Unidos, y en los años 50. Basta mirar el cine o la publicidad anterior para comprobarlo: cada jovencito, en su vestimenta, corte de pelo, su aura en suma, es un cloncito de su papá y cada muchachita, de su mamá. Si algo los distingue de los progenitores es su carácter incompleto, no terminado aún, la mirada anhelante ("quiero llegar a ser como vos") que dirigen al adulto. Pocos años después la ropa, la música, el cine, la literatura, la comida, el corte del pelo y el corte del cuerpo se han vuelto propios, y los jóvenes sólo se miran entre ellos, o acaso a algún adulto que siga manifestando suficientes rasgos juveniles, exteriores o interiores. La cultura joven se define ahora positivamente, por rasgos propios y por oposición (no aspiración) al mundo de los adultos. Hace 50 años, los jóvenes tomaron la cultura por asalto. Lo hicieron en distintos frentes y con distintos liderazgos: en el cine con James Dean, en la música con Elvis Presley y en la literatura con J.D. Salinger.
El fenómeno de la invención de los jóvenes y su cultura tuvo ese rasgo norteamericano de congeniar la rebelión contra el sistema con las demandas del mercado. Los jóvenes se rebelan y rechazan el mundo de sus padres, pero sus padres descubren que en esa rebeldía hay un mercado potencial y surge la cultura joven como cultura de consumo (tal vez una de las más lucrativas de las últimas décadas).
En los 50 y en la literatura, la invención de la cultura joven tuvo dos vertientes fundamentales: Salinger y los beats. Salinger representa sobre todo la insatisfacción de los niños bien: tanto sus personajes como muchos de sus lectores asisten a las preparatorias más caras y luego a las universidades de la "Ivy League" (Harvard, Yale, Princeton y otras). La estética de Salinger es esencialmente aristocrática, aunque se trate de una aristocracia de la sensibilidad más que del dinero. Sus personajes son demasiado buenos, demasiado sensibles para este mundo y terminan suicidándose (Teddy, Seymour Glass) o en un hospicio (Holden). En su obra posterior se plantean el problema:"¿Cómo puede un individuo excepcional vivir en un mundo mediocre dominado por cretinos?".
Exasperado por la ineptitud y la soberbia de sus críticos, se retiró del mundo primero, a una granja rodeada por un muro inexpugnable en Cornish, New Hampshire, y evitó de ahí en más todo contacto con lectores y periodistas —lo cual tuvo el paradójico resultado de convertir a Salinger en un involuntario avatar de Abenjacán el Bojarí, ese personaje de Borges que construye un laberinto para esconderse de su perseguidor y lo que logra es atraerlo: Cornish se ha vuelto un centro de peregrinación de visitantes que esperan atrapar al elusivo autor en una de sus escasas excursiones al mundo exterior. (En ese sentido Thomas Pynchon, el otro ermitaño de las letras norteamericanas, ha sido más consecuente, o menos histérico: nunca se dejó ver, y para esconderse, eligió el lugar indicado: el laberinto de Nueva York).
Este retiro de su persona de la escena literaria tampoco fue suficiente: a partir de los tempranos 60, Salinger se negaría a publicar lo que escribía, situación que se ha mantenido hasta el presente. Los beats, que completarían en los 50 la educación de la primera generación de jóvenes, cubrieron en cambio el lado más democrático y under. Si Holden, y luego los niños Glass, nos susurran en el oído: "vos y yo somos especiales, diferentes" (aunque lo susurren en el oído de todos nosotros), los personajes de la literatura beat, entre los cuales se cuentan en primer lugar los propios autores beat, nos dicen: "yo soy como todos, y todos pueden ser como yo". Entre el Holden Caulfield de Salinger y el Dean Moriarty de Kerouac quedó trazado el espectro de identidades posibles para la nueva juventud (los que quedaban fuera eran los squares, los cuadrados, los que elegían seguir siendo meros adultos incompletos).
Si, como sugiere Harold Bloom, Shakespeare inventó lo humano tal como lo concebimos hoy, podemos extender la idea y comprobar cómo, por ejemplo, Dickens inventó a los niños, y Salinger, Kerouac y Ginsberg, a los jóvenes.
Fue, sobre todo, como los son siempre los aciertos de la literatura, un truco del lenguaje. El largo monólogo en primera persona de Holden Caulfield es vívido a fuerza de originalidad y precisión, pero en él abundan todos los "vicios" del lenguaje adolescente: repetición de ciertas muletillas (and all, or anything, crazy y corny son algunas de las más frecuentes), vocabulario limitado, nivelación democrática entre el lenguaje culto y el slang.
El logro de Salinger consistió en hacer del vicio, virtud; en darse cuenta de que allí había una estética. Aunque más que de un léxico se tratara de una música, un ritmo —complementado además por una ética: la de un autor que nunca se coloca por encima del lenguaje de su protagonista: nunca nos da la sensación que las palabras de Holden adolescente estén puestas entre comillas; nunca su modo de hablar está tratado como objeto pintoresco que el autor-antropólogo observa y exhibe a nuestra indulgente consideración; no hay, en las 220 páginas de la novela, una sola nota falsa—. Lo más sorprendente es ver que su lenguaje no ha envejecido (el peligro más insidioso que acecha a los cultores del habla coloquial). Más que interpelar a una generación, como hizo su predecesor y modelo Scott Fitzgerald con los jóvenes de la Jazz Age, Salinger escribe para las sucesivas generaciones de adolescentes que todavía hoy, 50 años después, se siguen identificando con el protagonista.
De todas las palabras clave que marcan el compás de la novela, quizá la dominante sea la palabra phoney, que participa de nuestros significados de "trucho", "falso", "careta", "hipócrita" sin agotarse en ninguno de ellos. El concepto de phoney es la vara con la cual Holden mide el mundo, no sólo el de los adultos sino de sus pretenciosos y snobs compañeros. La sinceridad se convierte en el rasgo que divide a los nuevos jóvenes (los primeros jóvenes), del mundo de los adultos. Y se convierte además en la cualidad fundamental de la obra: no tanto como contenido sino como rasgo de estilo. De manera similar, El cazador es sincero no porque lo que dice la obra sea lo que el autor piensa (Salinger no concede reportajes ni escribe artículos, así que no podemos saber qué piensa), sino porque reconocemos, en la voz del personaje, todos los acentos de la sinceridad.
La obra de Salinger nos entrega una estética (que algunos querrán encuadrar dentro del minimalismo), una filosofía (que básicamente sigue a los maestros zen), nos ofrece la membresía de un exclusivo club del gusto y, a contracorriente de mucha literatura moderna y posmoderna, dedica gran parte de sus energías a proponer una pedagogía. Para Wordsworth, uno de los creadores del romanticismo, el niño era el maestro del hombre. El romántico urbano Salinger hace de esta verdad el punto fijo alrededor del cual reorganizar la vida humana. No a otra cosa se refiere el título de esta novela: Holden, cuando tiene que definir qué le gustaría ser en la vida, describe su visión: un grupo de niños jugando en un campo de centeno, al borde de un precipicio, y entre los niños y el precipicio el propio Holden, listo para atrapar a cualquiera que esté en riesgo de caer. El guardián en el centeno no los retará, ni siquiera los aleccionará sobre los riesgos de jugar al borde del abismo, simplemente los atrapará antes de que caigan. (Lo cual, dicho sea de paso, revela lo obtuso de traducir el título The Catcher in the Rye como El cazador oculto. Incluso "guardián" es insuficiente, ya que catcher se refiere al que atrapa la pelota en el béisbol: Holden sería entonces "el catcher en el centeno", y es de suponerse que para atrapar a los niños usará el guante de béisbol en el cual su hermano muerto Allie copiaba sus poemas favoritos). La educación actual, para Salinger, consiste en destruir sistemáticamente la sabiduría del niño, que sólo necesita desarrollarse sin interferencias. Seymour Glass usará otra imagen: los niños no son una posesión de los padres: son huéspedes en la casa y deben ser tratados —honrados— como tales. Fuera del mero cuidado físico, toda educación es deformación e interferencia.
Se ha repetido hasta el cansancio que los personajes literarios son meras ristras de palabras, que no tienen existencia real fuera de la página. Pero lo mismo puede decirse de todos los personajes históricos: el Julio César de la historia no es más real que el de Shakespeare. Salinger creía en la realidad de sus personajes, y una de las maneras de demostrarlo fue otorgándoles la capacidad de seguir viviendo en los intervalos entre un libro y otro: sobre todo en la saga de la familia Glass, a la que se dedica por entero tras concluir, en El cazador, la de los Caulfield. Salinger no toleraba la crítica, pero al parecer lo que le molestaba no era que lo criticaran a él, como autor, sino que criticaran a sus personajes. Retiró el manuscrito de El guardián de manos del que iba a ser su primer editor, porque el hombre "creía que Holden estaba loco". La necesidad de proteger a sus personajes de la incomprensión del mundo exterior lo llevaría, eventualmente, a no publicar las nuevas historias que escribía.
Los escritores que, como Rimbaud, han renunciado a la literatura, siempre han ejercido en lectores, críticos y colegas una fascinación no exenta de ofensa y reproche. Pero escribir y no publicar es, en un escritor consagrado, o un insulto hacia sus lectores, o una todavía más imperdonable coquetería. No resulta difícil imaginar a los editores esperando ansiosamente el momento de su muerte, listos a abalanzarse sobre la pila de inevitables best-sellers que se habrán acumulado a lo largo de 40 años de productiva reclusión. Quizás Salinger, decidido a dar batalla hasta el final, haga verdadera la fantasía de Kafka y los queme antes de que caigan en manos de ese otro fuego peor, el del infierno que son los lectores. Su actitud parecería alinearse con la de ciertos personajes de Borges, como el escritor de "El milagro secreto" o el sacerdote de "La escritura del Dios": la perfección de la obra o del saber son inmanentes, no necesitan salir al mundo exterior para verse confirmados: Dios, al menos, los habrá leído y comprendido. El ideal de autor que tiene Holden es bien sencillo: alguien a quien puedas llamar por teléfono y contarle. Isak Dinesen y Ring Lardner pasan la prueba, Somerset Maugham no. Paradojas de la nunca lineal relación entre vida y obra: Salinger pasó la prueba —con sobresaliente— convirtiéndose en el autor al que todos querían llamar, y terminó recluyéndose en un monasterio para uno, rehuyendo todo contacto humano y renunciando a publicar, justamente para que dejaran de llamarlo.