miércoles, 27 de marzo de 2019

El cuentista, para Cens, 2019


EL CUENTISTA, de Saki


            Era una tarde calurosa, y en el compartimento del ferrocarril el aire se volvía sofocante. Faltaba casi una hora para llegar a Templecombe, la próxima estación. Ocuparon el compartimento dos niñas, una menor que la otra, y un niño; acompañados de una tía ubicada en un extremo del asiento; y enfrente, en otro extremo, había un solterón que no formaba parte del grupo, lo cual no impidió que los niños se instalaran en su asiento. Tanto la tía como los niños practicaban ese tipo de conversación limitada, persistente, que hace pensar en las atenciones de una mosca que no se desalienta por más que la rechacen. Aparentemente la mayor parte de las conversaciones de la tía comenzaban con “No debes” y casi todas las observaciones de los niños con “¿Por qué?”. El solterón no manifestó en alta voz lo que pensaba.
            —No debes hacerlo, Cyril, no lo hagas —exclamó la tía, mientras el niño golpeaba los almohadones del asiento levantando con cada golpe una nube de polvo. (...)
            —Vengan, que les voy a contar un cuento —dijo la tía, después de que el solterón la miró a ella dos veces y una al timbre de alarma.(...)
            En voz baja y en un tono confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por las preguntas petulantes que sus oyentes formulaban en alta voz, comenzó un relato lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña que era buena, y que se había hecho amiga de todos debido a su bondad, y que fue finalmente salvada del ataque de un toro furioso, por varias personas que la admiraban por su virtud.
            —¿Si no hubiera sido buena, no la habrían salvado? —preguntó la mayor de las niñas. Ésa era exactamente la pregunta que quería formular el solterón.
            —Sí, claro —admitió débilmente la tía—, pero no creo que hubieran corrido de esa manera, si no la hubieran querido tanto.
            —Nunca escuché un cuento más estúpido —dijo la mayor de las niñas, con suma convicción. (...)
            —Al parecer no tiene usted ningún éxito como cuentista —dijo de pronto el solterón desde el otro extremo. (...)
            —A lo mejor quiera usted contarles un cuento —repitió la tía.
            —Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas.
            —Había una vez —comenzó el solterón—, una niña llamada Bertha que era extraordinariamente buena. (...) Era siempre obediente, no faltaba a la verdad, conservaba limpia su ropa, comía budines de leche como si fueran pastelitos rellenos de dulce, aprendía perfectamente sus lecciones y era bien educada. (...)
            —¿Era linda? —preguntó la mayor de las niñas.
            —No tan linda como tú —dijo el solterón—, pero era horrorosamente buena.
            En los niños hubo una reacción favorable. La palabra horrorosa referida a la bondad era una novedad recomendable por sí sola. Introducía un viso de verdad que estaba ausente en los cuentos de la vida infantil que refería la tía.
            —Era tan buena —prosiguió el solterón— que su bondad le valió varias medallas que llevaba siempre prendidas al vestido. Una medalla en premio a la obediencia, otra a la puntualidad y una tercera  por buena conducta. (...)      Todos hablaban de su bondad y al príncipe de la comarca le llegaron noticias al respecto, y dijo que como era tan buena tendría autorización de pasearse  una vez por semana por su parque, que quedaba en las afueras del pueblo. Era un parque muy hermoso, y en el cual no se permitía entrar a los niños, de modo que era un gran honor para Bertha ser invitada al parque. Bertha lamentaba que no hubiera flores en el parque. (...)
            —¿Por qué no había flores?
            —Porque se las habían comido los lechones —respondió enseguida el solterón—. Los jardineros explicaron que no se podía tener flores y lechones a la vez, y el príncipe prefirió tener lechones.
            Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe: tantas personas hubieran elegido la otra alternativa...
            —Bertha paseaba por el parque y sentía una inmensa felicidad, y pensó: “Si yo no fuera extraordinariamente buena, no me hubieran permitido venir a este parque tan bello y disfrutar de todo lo que aquí se ve”. Y mientras caminaba sus tres medallas tintinearon al rozarse y le hicieron recordar cómo era de buena.
            En ese preciso instante, comenzó a rondar por el parque un lobo que andaba en busca de un lechón gordo para comérselo a la hora de cenar. Bertha vio al lobo y vio que el lobo avanzaba hacia donde ella se encontraba. Comenzó a lamentarse de que la hubieran invitado al parque. Corrió tan velozmente como pudo, y el lobo, dando grandes saltos, la alcanzó. Bertha logró llegar hasta donde había un grupo de arrayanes y se ocultó. (...)
            El lobo comenzó a husmear entre sus ramas, con su lengua negra colgándole de su boca y sus ojos grises brillando de furia. (...)
            Bertha temblaba toda entera de tener al lobo rondando y husmeando tan cerca de ella, y al ponerse a temblar la medalla de la obediencia chocó con las de buena conducta y puntualidad. El lobo se disponía a alejarse cuando oyó el ruido de las medallas que tintineaban, y se detuvo a escuchar; el tintineo volvió a repetirse desde un arbusto muy cercano al que se encontraba. Se lanzó desde ese arbusto, con sus ojos gris claro que brillaban de ferocidad y de satisfacción, y arrastró a Bertha de su escondite y se la devoró hasta el último bocado.
            Todo lo que quedó de Bertha fueron sus zapatos, restos de ropa y las tres medallas de la bondad. (...)
            —El cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero tiene un final muy hermoso. (...)
            —Es el único cuento hermoso que he escuchado en toda mi vida —dijo la mayor de las niñas.
            —¡Un cuento absolutamente inadecuado para los niños! Usted ha destruido el efecto de años de cuidadosas enseñanzas.
            —De todas maneras, ...los mantuve tranquilos.


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