EL CUENTISTA, de Saki
Era
una tarde calurosa, y en el compartimento del ferrocarril el aire se volvía
sofocante. Faltaba casi una hora para llegar a Templecombe, la próxima
estación. Ocuparon el compartimento dos niñas, una menor que la otra, y un
niño; acompañados de una tía ubicada en un extremo del asiento; y enfrente, en
otro extremo, había un solterón que no formaba parte del grupo, lo cual no
impidió que los niños se instalaran en su asiento. Tanto la tía como los niños
practicaban ese tipo de conversación limitada, persistente, que hace pensar en
las atenciones de una mosca que no se desalienta por más que la rechacen.
Aparentemente la mayor parte de las conversaciones de la tía comenzaban con “No
debes” y casi todas las observaciones de los niños con “¿Por qué?”. El solterón
no manifestó en alta voz lo que pensaba.
—No
debes hacerlo, Cyril, no lo hagas —exclamó la tía, mientras el niño golpeaba
los almohadones del asiento levantando con cada golpe una nube de polvo. (...)
—Vengan,
que les voy a contar un cuento —dijo la tía, después de que el solterón la miró
a ella dos veces y una al timbre de alarma.(...)
En
voz baja y en un tono confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por
las preguntas petulantes que sus oyentes formulaban en alta voz, comenzó un
relato lamentablemente desprovisto de interés acerca de una niña que era buena,
y que se había hecho amiga de todos debido a su bondad, y que fue finalmente
salvada del ataque de un toro furioso, por varias personas que la admiraban por
su virtud.
—¿Si
no hubiera sido buena, no la habrían salvado? —preguntó la mayor de las niñas.
Ésa era exactamente la pregunta que quería formular el solterón.
—Sí,
claro —admitió débilmente la tía—, pero no creo que hubieran corrido de esa
manera, si no la hubieran querido tanto.
—Nunca
escuché un cuento más estúpido —dijo la mayor de las niñas, con suma
convicción. (...)
—Al
parecer no tiene usted ningún éxito como cuentista —dijo de pronto el solterón
desde el otro extremo. (...)
—A
lo mejor quiera usted contarles un cuento —repitió la tía.
—Cuéntenos
un cuento —pidió la mayor de las niñas.
—Había
una vez —comenzó el solterón—, una niña llamada Bertha que era
extraordinariamente buena. (...) Era siempre obediente, no faltaba a la verdad,
conservaba limpia su ropa, comía budines de leche como si fueran pastelitos
rellenos de dulce, aprendía perfectamente sus lecciones y era bien educada.
(...)
—¿Era
linda? —preguntó la mayor de las niñas.
—No
tan linda como tú —dijo el solterón—, pero era horrorosamente buena.
En
los niños hubo una reacción favorable. La palabra horrorosa referida a la
bondad era una novedad recomendable por sí sola. Introducía un viso de verdad
que estaba ausente en los cuentos de la vida infantil que refería la tía.
—Era
tan buena —prosiguió el solterón— que su bondad le valió varias medallas que
llevaba siempre prendidas al vestido. Una medalla en premio a la obediencia,
otra a la puntualidad y una tercera por
buena conducta. (...) Todos hablaban
de su bondad y al príncipe de la comarca le llegaron noticias al respecto, y
dijo que como era tan buena tendría autorización de pasearse una vez por semana por su parque, que quedaba
en las afueras del pueblo. Era un parque muy hermoso, y en el cual no se
permitía entrar a los niños, de modo que era un gran honor para Bertha ser
invitada al parque. Bertha lamentaba que no hubiera flores en el parque. (...)
—¿Por
qué no había flores?
—Porque
se las habían comido los lechones —respondió enseguida el solterón—. Los
jardineros explicaron que no se podía tener flores y lechones a la vez, y el
príncipe prefirió tener lechones.
Hubo
un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe: tantas
personas hubieran elegido la otra alternativa...
—Bertha
paseaba por el parque y sentía una inmensa felicidad, y pensó: “Si yo no fuera
extraordinariamente buena, no me hubieran permitido venir a este parque tan
bello y disfrutar de todo lo que aquí se ve”. Y mientras caminaba sus tres
medallas tintinearon al rozarse y le hicieron recordar cómo era de buena.
En
ese preciso instante, comenzó a rondar por el parque un lobo que andaba en
busca de un lechón gordo para comérselo a la hora de cenar. Bertha vio al lobo
y vio que el lobo avanzaba hacia donde ella se encontraba. Comenzó a lamentarse
de que la hubieran invitado al parque. Corrió tan velozmente como pudo, y el
lobo, dando grandes saltos, la alcanzó. Bertha logró llegar hasta donde había
un grupo de arrayanes y se ocultó. (...)
El
lobo comenzó a husmear entre sus ramas, con su lengua negra colgándole de su
boca y sus ojos grises brillando de furia. (...)
Bertha
temblaba toda entera de tener al lobo rondando y husmeando tan cerca de ella, y
al ponerse a temblar la medalla de la obediencia chocó con las de buena
conducta y puntualidad. El lobo se disponía a alejarse cuando oyó el ruido de
las medallas que tintineaban, y se detuvo a escuchar; el tintineo volvió a
repetirse desde un arbusto muy cercano al que se encontraba. Se lanzó desde ese
arbusto, con sus ojos gris claro que brillaban de ferocidad y de satisfacción,
y arrastró a Bertha de su escondite y se la devoró hasta el último bocado.
Todo
lo que quedó de Bertha fueron sus zapatos, restos de ropa y las tres medallas
de la bondad. (...)
—El
cuento empezó mal —dijo la menor de las niñas—, pero tiene un final muy
hermoso. (...)
—Es
el único cuento hermoso que he escuchado en toda mi vida —dijo la mayor de las
niñas.
—¡Un
cuento absolutamente inadecuado para los niños! Usted ha destruido el efecto de
años de cuidadosas enseñanzas.
—De
todas maneras, ...los mantuve tranquilos.
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