LA RAZA
INEXTINGUIBLE
En aquella
ciudad todo era perfecto y pequeño: las casas, los muebles, los útiles de
trabajo, las tiendas, los jardines. Traté de averiguar qué raza tan
evolucionada de pigmeos la habitaban. Un niño ojeroso me dio el informe:
«Somos los
que trabajamos: nuestros padres, un poco por egoísmo, otro poco por darnos el
gusto, implantaron esta manera de vivir económica y agradable. Mientras ellos
están sentados en sus casas, jugando a la baraja, tocando música, leyendo o
conversando, amando, odiando (pues son apasionados), nosotros jugamos a
edificar, a limpiar, a hacer trabajos de carpintería, a cosechar, a vender.
Nuestros instrumentos de trabajo son de un tamaño proporcionado al nuestro. Con
sorprendente facilidad cumplimos las obligaciones cotidianas. Debo confesar que
al principio algunos animales, en especial los amaestrados, no nos respetaban,
porque sabían que éramos niños. Pero paulatinamente, con algunos engaños, nos
respetaron. Los trabajos que hacemos no son difíciles; son fatigosos. A menudo
sudamos como caballos lanzados en una carrera. A veces nos arrojamos al suelo y
no queremos seguir jugando (comemos pasto o terroncitos de tierra o nos
contentamos con lamer las baldosas), pero ese capricho dura un instante,
"lo que dura una tormenta de verano", como dice mi prima. Es claro
que no todo es ventaja para nuestros padres. Ellos también tienen algunos
inconvenientes; por ejemplo:
deben entrar
en sus casas agachándose, casi en cuclillas, porque las puertas y las
habitaciones son diminutas. La palabra diminuta está siempre en sus labios. La
cantidad de alimentos que consiguen, según las quejas de mis tías, que son
glotonas, es reducidísima. Las jarras y los vasos en que toman agua no los
satisfacen y tal vez esto explica que haya habido últimamente tantos robos de
baldes y otras quincallas. La ropa les queda ajustada, pues nuestras máquinas
no sirven ni servirán para hacerlas en medidas tan grandes. La mayoría, que no
dispone de varias camas, duermen encogidos. De noche tiritan de frío si no se
cubren con una enormidad de colchas que, de acuerdo con las palabras de mi
pobre padre, parecen más bien pañuelos. Actualmente mucha gente protesta por
las tortas de boda que nadie prueba por cortesía; por las pelucas que no tapan
las calvicies más moderadas; por las jaulas donde entran sólo los picaflores
embalsamados. Sospecho que para demostrar su malevolencia esa misma gente no
concurre casi nunca a nuestras ceremonias ni a nuestras representaciones
teatrales o cinematográficas. Debo decir que no caben en las butacas y que la
idea de sentarse en el suelo, en un lugar público, los horroriza. Sin embargo,
algunas personas de estatura mediocre, inescrupulosas (cada día hay más),
ocupan nuestros lugares, sin que lo advirtamos. Somos confiados pero no
distraídos. Hemos tardado mucho en descubrir a los impostores. Las personas
grandes, cuando son pequeñas, muy pequeñas, se parecen a nosotros, se entiende,
cuando estamos cansados: tienen líneas en la cara, hinchazones bajo los ojos,
hablan de un modo vago, mezclando varios idiomas. Un día me confundieron con
una de esas criaturas: no quiero recordarlo. Ahora descubrimos con más
facilidad a los impostores. Nos hemos puesto en guardia, para echarlos de
nuestro círculo. Somos felices. Creo que somos felices.
«Nos abruman,
es cierto, algunas inquietudes: corre el rumor de que por culpa nuestra la
gente no alcanza, cuando es adulta, las proporciones normales, vale decir, las
proporciones desorbitadas que los caracteriza. Algunos tienen la estatura de un
niño de diez años; otros, más afortunados, la de un niño de siete años.
Pretenden ser niños y no saben que cualquiera no lo es por una mera deficiencia
de centímetros. Nosotros, en cambio, según las estadísticas, disminuimos de
estatura sin debilitarnos, sin dejar de ser lo que somos, sin pretender engañar
a nadie.
"Esto
nos halaga, pero también nos inquieta. Mi hermano ya me dijo que sus
herramientas de carpintería le pesan. Una amiga me dijo que su aguja de bordar
le parece grande como una espada. Yo mismo encuentro cierta dificultad en
manejar el hacha.
«No nos
preocupa tanto el peligro de que nuestros padres ocupen el lugar que nos han
concedido, cosa que nunca les permitiremos, pues antes de entregárselas,
romperemos nuestras máquinas, destruiremos las usinas eléctricas y las
instalaciones de agua corriente; nos preocupa la posteridad, el porvenir de la
raza.
«Es verdad
que algunos, entre nosotros, afirman que al reducirnos, a lo largo del tiempo,
nuestra visión del mundo será más íntima y más humana.»
Silvina
Ocampo
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