Trabajo práctico de
Literatura 3º año Cens
Tema: Cuentos
realistas brasileños
Fecha de entrega límite: 16/9
La semana anterior a la entrega tendremos una clase virtual, para aclarar dudas y explicar temas inherentes al trabajo. Les enviaré la invitación a la brevedad.
1) Vas a leer el
siguiente cuento:
BASURA, de Luis Fernando Veríssimo
Un hombre y una mujer se encuentran
en el palier, cada uno con su bolsa de residuos.
—Buen día.
—Buen día.
—Usted es del 610.
—Y usted es del 612.
—Sí.
—Todavía no lo conocía personalmente.
—Ajá.
—Disculpe mi indiscreción, pero he
visto sus bolsas de residuos…
—¿Mis qué?
—Sus residuos.
—Ah.
—Noté que nunca es mucho. Su familia
debe ser chica…
—La verdad, soy yo solo.
—Hmmm. Vi también que usa mucha
comida en lata.
—Es que tengo que hacerme la comida.
Y como no sé cocinar…
—Entiendo.
—Usted también…
—Tratáme de vos.
—Vos también, perdoná mi
indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones,
cosas por el estilo…
—Es que me gusta mucho cocinar. Hacer
platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra…
—¿Usted… vos no tenés familia?
—Tengo, pero no aquí.
—En Espíritu Santo.
—¿Cómo sabés?
—Vi unos sobres en la basura. De
Espíritu Santo.
—Sí. Mamá escribe todas las semanas.
—¿Ella es maestra?
—¡Qué increíble! ¿Cómo fue que
adivinaste?
—Por la letra en el sobre. Me pareció
letra de maestra.
—Usted no recibe muchas cartas. A
juzgar por sus residuos…
—Y… no.
—El otro día tenía un telegrama
abollado.
—Sí.
—¿Malas noticias?
—Mi padre. Murió.
—Lo siento mucho.
—Ya estaba muy viejito. Allá en el
Sur. Hace tiempo que no nos veíamos.
—¿Fue por eso que volviste a fumar?
—¿Cómo sabés?
—De un día para otro empezaron a
aparecer en tu basura etiquetas de cigarrillos.
—Es cierto. Pero conseguí dejar otra
vez.
—Yo, gracias a Dios, nunca fumé.
—Ya sé. Pero he visto frasquitos de
pastillas en tu basura.
—Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya
pasó.
—¿Te peleaste con tu novio, no es
cierto?
—¿Eso también lo descubriste en la
basura?
—Primero el ramo de flores con la
tarjeta, arrojado afuera. Después, muchos pañuelos de papel.
—Sí, lloré bastante, pero ya pasó.
—Pero hoy todavía veo unos
pañuelitos…
—Es que estoy un poco resfriada.
—Ah.
—Muchas veces veo revistas de
palabras cruzadas en tus bolsas.
—Sí…, es que… me quedo mucho en casa.
No salgo mucho, sabés.
—¿Novia?
—No.
—Pero hace algunos días había una
foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita.
—Estuve limpiando unos cajones. Cosas
viejas.
—Pero no rompiste la foto. Eso
significa que, en el fondo, querés que ella vuelva.
—¡Vos ya estás analizando mis
residuos!
—No puedo negar que me interesaron.
—Qué gracioso. Cuando examiné tus
bolsas, pensé que me gustaría conocerte. Creo que fue por la poesía.
—¡No! ¿Vos viste mis poemas?
—Los vi y me gustaron mucho.
—¡Pero son malísimos!
—Si realmente creyeras que son malos,
los habrías roto. Solamente estaban doblados.
—Si hubiera sabido que los ibas a
leer…
—No me los quedé porque, a fin de
cuentas, estaría robando. A ver, no sé; ¿lo que alguien tira a la basura, sigue
siendo de su propiedad?
—Creo que no, la basura es de dominio
público.
—Tenés razón. A través de la basura,
lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra
con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿Será
así?
—Bueno, ya estás profundizando
demasiado en el tema de la basura. Creo que…
—Ayer, en tus residuos…
—¿Qué?
—¿Me equivoco o eran cáscaras de
camarones?
—Acertaste. Compré unos camarones
grandes y los pelé.
—Me encantan los camarones.
—Los pelé, pero todavía no los comí.
Quizás podríamos…
—¿Cenar juntos?
—Claro.
—No quiero darte trabajo.
—No es ningún trabajo.
—Se te va a ensuciar la cocina.
—No es nada. En seguida se limpia
todo y se tiran los restos.
—¿En tu bolsa o en la mía?
2) Respondé ahora:
a.
¿Qué elementos del cuento reflejan la experiencia de la vida urbana?
(Por ejemplo, vivir en edificios con vecinos que no conocemos.)
b.
Enumerá al menos cuatro deducciones que hacen los personajes a partir de
lo que vieron en la basura del otro.
c.
En este cuento se ven marcas propias de la oralidad, como las oraciones inconclusas,
las pausas, etc. Estas marcas son características del realismo. Transcribí al
menos dos ejemplos.
d.
Imaginá la cena entre los dos personajes y escribí, a la manera del
cuento, la charla que mantuvieron. No introduzcas un narrador, solamente la voz
de los protagonistas. Hacelo en al menos 10 líneas.
3) Ahora vas leer otro
cuento de otro escritor brasileño, pero del siglo XIX:
La cartomante
Hamlet
hace notar a Horacio que existen más cosas en el cielo y en la tierra de lo que
piensa nuestra filosofía. Era la misma explicación que daba la linda Rita al
joven Camilo, un día viernes del mes de noviembre de 1869, cuando este se reía
de ella porque había ido, la víspera, a consultar a una cartomante. La
diferencia está en que Rita lo hacía con otras palabras.
—¡Ríe, ríe! Ustedes, los hombres, son
así; no creen en nada. Pues has de saber que fui, y que ella adivinó el motivo
de la consulta, antes de que yo le dijera de qué se trataba. Apenas empezó a
echar las cartas, me dijo: «Usted quiere a una persona…». Le confesé que sí, y
entonces ella siguió tirando las cartas, las combinó, y al fin me declaró que
yo tenía miedo de que tú me olvidases; pero que eso no tenía fundamento…
—¡Se equivocó! —interrumpió Camilo, riendo.
—¡No digas eso, Camilo! ¡Si supieses
cómo he andado por causa tuya! Tú sabes; ya te lo dije. ¡No te rías de mí, no
te rías!…
Camilo le tomó las manos y la miró fija
y gravemente. Le juró que la quería mucho, que sus temores parecían de
criatura. En todo caso, cuando tuviera algún recelo, la mejor cartomante era él
mismo. Después la reconvino, le dijo que era una imprudencia andar por esas
casas. Vilela podía llegar a saber, y después…
—¿Cómo ha de llegar a saberlo? He puesto mucha
cautela al entrar en la casa.
—¿Dónde está la casa?
—Aquí cerca, en la calle Guardia Vieja.
No pasaba nadie en ese momento. Tranquilízate: no soy una tonta.
Camilo volvió a reír.
—¿Crees, de veras, en esas cosas? —le
preguntó.
Fue entonces que ella, sin saber que
traducía a Hamlet en lenguaje vulgar, le dijo que había mucha cosa misteriosa y
verdadera en este mundo. Si él no creía, paciencia; pero la verdad es que la
cartomante le había adivinado todo. ¿Qué más? La prueba es que ella ahora
estaba tranquila y satisfecha.
Camilo se disponía a hablar, pero se
contuvo. No quería arrancarle las ilusiones. Él también, de niño y mucho
después, fue supersticioso; tuvo todo un arsenal de credulidades, que la madre
le inculcó y que a los veinte años desaparecieron. El día en que dejó caer toda
esa vegetación parásita, y quedó solo el tronco de la religión, él, como había
recibido de la madre ambas enseñanzas, las envolvió en la misma duda y luego en
una sola negación total. Camilo no creía en nada. ¿Por qué? No podía decirlo,
no poseía un solo argumento; se limitaba a negar todo. Y digo mal, porque negar
es también afirmar, y él no formulaba su incredulidad. Frente al misterio, se
contentaba con encogerse de hombros, y seguir adelante.
Se separaron contentos, él incluso más
contento aunque ella. Rita estaba segura de ser amada. Camilo no solo lo
estaba, sino que la veía inquietarse y arriesgarse por él, corriendo tras las
cartomantes y, por mucho que la reprendiese, no dejaba de sentirse lisonjeado.
La casa donde se encontraban estaba en
la antigua calle de los Borbonos, en donde vivía una coprovinciana de Rita.
Esta bajó por la calle de las Mangueiras, en dirección a Botafogo, donde residía.
Camilo bajó por la de la Guardia Vieja, mirando de paso la casa de la
cartomante.
Vilela, Camilo y Rita, tres nombres,
una aventura y ninguna explicación de sus orígenes. Vamos a ella.
Los dos primeros eran amigos de la
infancia. Vilela siguió la carrera de magistrado. Camilo entró en la
administración nacional, contra la voluntad del padre, que quería verlo médico;
pero murió el padre y Camilo prefirió no ser nada, hasta que la madre le
consiguió un empleo público. A principios de 1869, volvió Vilela de la
provincia en donde se había casado con una joven hermosa y tonta; abandonó la
magistratura y abrió un estudio de abogado. Camilo le consiguió casa hacia cerca
de Botafogo, y fue a recibirlo.
—¿Es usted? —exclamó Rita,
extendiéndole la mano—. No se imagina cómo mi marido lo estima. Me habla
siempre de usted.
Camilo y Vilela se miraron con ternura.
Eran amigos de veras. Después, Camilo se dijo para sí que la mujer de Vilela no
desmentía las cartas del marido. Era, en verdad, graciosa y viva en sus gestos,
ojos cálidos, boca fina e interrogativa. Era un poco mayor que ambos: tenía
treinta años. Vilela veintinueve y Camilo veintiséis. Mientras tanto, el porte
grave de Vilela lo hacía aparentar más viejo que la mujer. Camilo era un
ingenuo en la vida moral y práctica. Le faltaba tanto la acción del tiempo como
los lentes de cristal que la naturaleza pone en la cuna de algunos para
adelantar los años.
Ni experiencia ni intuición.
Se unieron los tres. La convivencia
trajo la intimidad. Poco después murió la madre de Camilo, y en ese desastre,
que lo fue, los dos se mostraron grandes amigos suyos. Vilela se encargó del
entierro, del oficio de difuntos y del inventario; Rita se ocupó especialmente
del corazón, y nadie lo haría mejor. Cómo de allí llegaron al amor, él nunca lo
supo. La verdad es que le gustaba pasarse las horas junto a ella; era su
enfermera moral, casi su hermana; pero, principalmente, era mujer y bonita. Odor di femina: eso era lo que él
aspiraba en ella, y alrededor de ella, para incorporarlo a sí mismo. Camilo le
enseñó a jugar a las damas y el ajedrez, y jugaban por la noche; ella mal y él,
para serle agradable, poco menos que mal. Hasta allí las cosas. Ahora la acción
de la persona, los ojos insistentes de Rita, que buscaban los de él, que los
consultaban antes de hacerlo al marido, las manos frías, las actitudes
insólitas… Un día, siendo el cumpleaños de Camilo, recibió de Vilela un rico
bastón de regalo, y de Rita apenas una tarjeta con un mensaje vulgar escrito
con lápiz y fue entonces que pudo leer en su propio corazón; no conseguía
arrancar los ojos de la tarjeta. Palabras vulgares; pero hay vulgaridades
sublimes, o, por lo menos, deliciosas. La vieja calesa de plaza, en que por
primera vez paseaste con la mujer amada, encerraditos ambos, vale por el carro
de Apolo. Así es el hombre. Así son las cosas que lo rodean.
Camilo quiso, sinceramente, huir, pero
no pudo. Rita, como una serpiente, se le fue acercando, envolviéndolo por
completo; le hizo estallar los huesos en un abrazo, y le vertió el veneno en la
boca. Él quedó aturdido y subyugado. Vejación, sustos, remordimientos, deseos,
todo sintió, mezclados; pero la batalla fue breve y la victoria delirante.
¡Adiós, escrúpulos! No tardó en que el zapato se acomodase al pie y ahí se
fueron ambos, calle afuera, del brazo, pisando holgadamente sobre las hierbas y
pedregullos, sin padecer nada más que algunas nostalgias, cuando estaban
ausentes el uno del otro. La confianza y la estimación de Vilela continuaban
siendo las mismas.
Un día, sin embargo, Camilo recibió una
carta anónima, que lo llamaba inmoral y pérfido, y decía que la aventura era
sabida por todos. Camilo sintió miedo y, a fin de desviar las sospechas,
comenzó a espaciar sus visitas a la casa de Vilela. Éste le hizo notar las
ausencias. Camilo respondió que el motivo era una pasión frívola, de joven. La
candidez generó la astucia. Las ausencias se prolongaron, y las visitas cesaron
por completo. Es posible que entrase también en eso un poco de amor propio, una
intención de disminuir las atenciones del marido, para tornar menos dura la
alevosía del acto.
Fue por ese tiempo que Rita,
desconfiada y medrosa, corrió a casa de la cartomante para consultarle sobre la
verdadera causa del proceder de Camilo. Hemos visto que la cartomante le
restituyó la confianza y que el joven la reprendió por haber hecho lo que hizo.
Transcurrieron algunas semanas. Camilo
volvió a recibir dos o tres cartas anónimas, tan apasionadas que no podían ser
advertencia de la virtud, sino despecho de algún pretendiente. Tal fue la
opinión de Rita que, con otras palabras mal compuestas, formuló este
pensamiento: la virtud es perezosa y avara, no gasta tiempo ni papel; solo el
interés es activo y pródigo.
No por eso Camilo quedó más tranquilo; temía que el anónimo fuese a manos de
Vilela y la catástrofe vendría entonces, sin remedio. Rita concordó en que era
posible.
—Bien —dijo—, yo me llevo los
sobres para cotejar la letra con las cartas que pudieran aparecer por allá. Si
alguna fuese igual, la guardo y la rompo…
No apareció ninguna. Pero, poco después,
Vilela empezó a mostrarse sombrío, hablando poco, como si desconfiase… Rita se
apresuró a decírselo al otro; y sobre ello deliberaron. La opinión de ella era
que Camilo volviese a la casa de ellos, sondease al marido y podría ser que le
escuchase la confidencia de algún asunto particular. Camilo discrepaba.
Aparecer después de tantos meses era confirmar la sospecha o la denuncia. Más
valía tomar cautela, sacrificándose durante algunas semanas. Combinaron los
medios de contactarse en caso de necesidad, y se separaron con lágrimas.
Al día siguiente, estando en la
oficina, Camilo recibió esta misiva de Vilela: «Ven, enseguida, a casa.
Necesito hablarte sin demora». Era más de mediodía. Camilo salió
inmediatamente. Ya en la calle, advirtió que hubiera sido más natural llamarlo
a la oficina. ¿Por qué en casa? Todo indicaba un asunto especial, y la letra,
fuese realidad o ilusión, le pareció trémula. Combinó todas estas cosas con la
noticia de la víspera.
«Ven, enseguida, a casa. Necesito
hablarte sin demora», repetía con los ojos fijos en el papel.
Imaginariamente vio la punta del ovillo
de un drama, Rita subyugada y lacrimosa, Vilela indignado, aferrando la pluma y
escribiendo la misiva, seguro de que él acudiría, y esperándolo para matarlo.
Camilo se estremeció, tenía miedo; después sonrió, pálido. En todo caso le
repugnaba la idea de retroceder, y siguió su rumbo. En el camino se acordó de
ir a su casa: podía encontrar algún recado de Rita que le explicase todo. No
encontró nada, ni a nadie. Volvió a la calle y la idea de que habían sido
descubiertos le parecía cada vez más verosímil.
Era natural una denuncia anónima, hasta
de la misma persona que lo había amenazado a él antes. Bien podía ser que
Vilela ahora supiese todo. La misma suspensión de sus visitas, sin motivo
aparente, apenas con un pretexto fútil, vendría a confirmar lo demás.
Camilo andaba inquieto y nervioso. No
releía la misiva, pero las palabras estaban grabadas delante de sus ojos; o, si
no, lo que era peor aún, le eran susurradas al oído con la misma voz de Vilela:
«Ven, enseguida, a casa. Necesito hablarte sin demora». Dichas así, por la voz
del otro, tenían un tono de misterio y de amenaza. «Ven, enseguida», ¿para qué?
Era cerca de la una de la tarde. Su conmoción crecía minuto a minuto. Tanto
imaginó lo que iba a pasar, que llegó a creerlo y a verlo. Positivamente, tenía
miedo. Pensó en ir armado, considerando que, si nada ocurriese, nada perdía, y
la precaución era útil. Poco después, rechazaba la idea, avergonzado de sí
mismo, y seguía, apretando el paso en dirección a la plazuela de Carioca, para
subir a un carruaje. Llegó, subió y pidió ir a prisa.
—Cuanto antes, mejor —pensó—. No puedo
seguir así…
Pero el mismo trote del caballo vino a
agravarle la conmoción. El tiempo volaba, y no tardaría en enfrentar el
peligro. Casi al final de la calle Guardia Vieja, el vehículo tuvo que parar.
La calle estaba obstruida por un carro que había volcado. Camilo ponderó el
obstáculo y esperó. Al cabo de cinco minutos, advirtió que al lado, a la
izquierda, junto al carruaje, quedaba la casa de la cartomante a quien Rita
había consultado una vez, y nunca deseó tanto creer en la lección de las
cartas. Miró y vio las ventanas cerradas, cuando todas las demás estaban
abiertas y llenas de curiosos del incidente callejero. Podría decirse que era
la morada del indiferente Destino.
Camilo se reclinó en el coche, para no ver
nada. Su agitación era grande, extraordinaria y del fondo de las capas morales
emergían algunos fantasmas de otro tiempo: las viejas creencias, las
supersticiones antiguas. El cochero le propuso volver a la primera calle
transversal, e ir por otro camino. El joven respondió que no, que esperase. Y
se inclinaba para mirar la casa… Después hizo un gesto incrédulo: era la idea
de oír a la cartomante, que pasaba a lo lejos, muy lejos, con amplias alas
grises; desapareció, reapareció y volvió a desvanecérsele en el cerebro. Pero
enseguida, otra vez las alas, más cerca, haciendo unos giros concéntricos…
En la calle, gritaban los hombres,
empujando el carro:
—¡Anda! ¡Ahora! ¡Empuja! ¡Ah!…
Poco después el obstáculo estaría
removido. Camilo cerraba los ojos, pensaba en otras cosas; pero la voz del
marido le susurraba al oído las palabras de la misiva: «Ven, enseguida…». Y él
veía las contorsiones del drama y temblaba.
La casa estaba enfrente. Sus piernas
querían descender y entrar… Camilo se vio delante de un largo velo opaco… Pensó
rápidamente en lo inexplicable de tantas cosas. La voz de la madre le repetía
una porción de casos extraordinarios; y la misma frase del príncipe de
Dinamarca le revoloteaba por dentro: «Hay más cosas en el cielo y en la tierra
de lo que piensa tu filosofía…». ¿Qué perdía él, si…?
Y se encontró en la vereda, junto a la
puerta. Dijo al cochero que esperase y rápidamente enfiló por el corredor, y
subió la escalera. La luz era escasa, los escalones gastados, el pasamanos
pegajoso; pero él no vio ni sintió nada. Subió y llamó. Al no aparecer nadie,
tuvo la idea de bajar; pero era tarde: la curiosidad le fustigaba la sangre,
sus sienes palpitaban. Volvió a llamar una, dos, tres veces. Acudió una mujer:
era la cartomante. Camilo dijo que iba a consultarla, y ella lo hizo pasar.
Entraron. De allí subieron al desván, por una escalera peor incluso que la
primera y más oscura. Arriba había una salita, apenas iluminada por una ventana
que daba hacia el tejado de los fondos. Trastos viejos, paredes sombrías, un
aire de pobreza que más bien aumentaba que destruía su prestigio.
La cartomante lo hizo sentar delante de
la mesa, sentándose ella en el lado opuesto, con las espaldas hacia la ventana,
de manera que la poca luz de afuera diese de lleno en el rostro de Camilo.
Abrió un cajón y sacó un mazo de cartas largas y manoseadas. Mientras las
barajaba, rápidamente, miraba al consultado, no de frente, sino por debajo de
los ojos. Era una mujer de unos cuarenta años, italiana, morena y flaca, con
grandes ojos astutos y agudos. Dio vuelta tres cartas sobre la mesa y dijo:
—Veamos primero qué es lo que le trae
aquí. Tiene usted una gran preocupación…
Camilo, maravillado, hizo un gesto afirmativo.
—Y desea saber —continuó ella— si le
acontecerá algo, o no…
—A mí y a ella —explicó vivamente él.
La cartomante no sonrió; le dijo que
esperase. Rápidamente volvió a tomar el mazo de cartas y las barajó, con sus
largos dedos finos, de uñas descuidadas. Las mezcló bien; cortó el mazo una,
dos, tres veces, después empezó a mostrarlas. Camilo tenía los ojos puestos en
ella, curioso, ansioso.
—Las cartas me dicen…
Camilo se inclinó para beber una a una
las palabras. Ella le declaró, entonces, que nada temiese. Nada acontecería ni
a uno ni a otro; él, el tercero, ignoraba todo. Sin embargo, era indispensable
andar con mucha cautela; hervían las envidias y los despechos. Le habló del
amor que los unía, de la belleza de Rita… Camilo estaba deslumbrado.
La cartomante acabó, recogió las cartas
y las encerró en la gaveta.
—Ha restituido usted la paz a mi
espíritu —dijo él, extendiendo la mano por encima de la mesa y apretando la de
la cartomante.
Ésta se levantó riendo.
—Vaya usted —dijo—, vaya, ragazzo innamorato…
Y de pie, con el índice, le tocó la
frente.
Camilo se estremeció, como si fuese la
mano de la misma Sibila, y se levantó también. La cartomante fue a la cómoda,
sobre la cual había un plato con pasas de uva, sacó un puñado de ellas, comenzó
a comerlas, enseñando dos hileras de dientes que desmentían las uñas. En esa
misma acción común, la mujer tenía un aire particular. Camilo, ansioso por
salir, no sabía cómo pagar; ignoraba el precio.
─Las pasas cuestan dinero —dijo al fin,
sacando la billetera—. ¿Cuántas desea mandar a comprar?
—Pregunte a su corazón —respondió ella.
Camilo sacó un billete de diez mil
reales, y se lo dio. Los ojos de la cartomante relampaguearon. El precio usual
era dos mil.
—Bien se ve que usted la quiere de
veras… Y hace bien; ella también lo quiere mucho. Vaya tranquilo. Cuidado la
escalera: es oscura… Póngase el sombrero…
La cartomante había guardado el dinero
en el bolsillo, y bajaba con él, hablando, con un leve acento. Camilo se
despidió de ella y bajó la escalera que conducía a la calle, mientras la
cartomante, alegre con la paga, volvía a subir, canturreando una barcarola.
Camilo encontró al carruaje que lo esperaba; la calle estaba libre. Subió y
avanzaron con velocidad.
Todo le parecía ahora mejor; las cosas tenían otro aspecto, el cielo estaba
limpio y las caras joviales. Llegó a reír de sus temores, que halló pueriles;
recordó los términos de la carta de Vilela y reconoció que eran íntimos y
familiares. ¿Dónde fue que descubrió la amenaza? Advirtió también que eran
urgentes, y que había hecho mal en demorarse tanto; podía muy bien tratarse de
algún asunto grave, gravísimo.
—¡Eh! ¡Vamos, de prisa! — le repetía al
cochero.
Y para explicar la demora al amigo,
ingenió algo; parece que formó también el plan de aprovechar el incidente para
volver a la antigua asiduidad… Y en derredor del plan, le revoloteaban en el
alma las palabras de la cartomante.
En verdad, ella le había adivinado el
objeto de la consulta, su estado, la existencia de un tercero, ¿por qué, pues,
no había de adivinar el resto? El presente que se ignora vale el futuro. Era
así, lentas y continuas, que las viejas creencias del joven iban volviendo a su
espíritu y el misterio lo aferraba de nuevo con sus uñas de hierro. A veces
quería reír, y se reía de sí mismo, un tanto avergonzado; pero la mujer, las
cartas, las palabras secas y afirmativas, la exhortación: «Vaya, vaya usted, ragazzo innamorato», y al fin, a lo
lejos, la barcarola de la despedida, lenta y graciosa, tales eran los elementos
recientes que formaban, con los antiguos, una fe nueva y vivaz.
La verdad es que su corazón iba alegre
e impaciente, pensando en las horas felices de otrora y en las que vendrían. Al
pasar por Gloria, Camilo miró hacia el mar, extendió la mirada hacia afuera,
hasta donde el agua y el cielo se dan un abrazo íntimo, y así tuvo la sensación
del futuro, largo, interminable.
Poco después llegó a la casa de Vilela.
Se bajó, empujó la verja de hierro del jardín y entró. La casa estaba
silenciosa. Subió los seis escalones de piedra y apenas tuvo tiempo de llamar,
la puerta se abrió y se le apareció Vilela.
—Disculpa, no he podido venir más
temprano. ¿Qué pasa?
Vilela no le respondió; tenía las
facciones descompuestas; le hizo una seña y fueron hacia una salita interior.
Al entrar, Camilo no pudo sofocar un
grito de terror: al fondo, sobre la alfombra, estaba Rita muerta,
ensangrentada. Vilela lo asió de la solapa y, con dos tiros de revólver, lo dejó
muerto, en el suelo.
4) Ahora te pido que respondas las siguientes preguntas:
a) En el comienzo del
cuento se menciona a Hamlet, el personaje más célebre de la literatura occidental.
¿Qué autor creó a Hamlet y en qué obra aparece? Investigá y contá en pocas
líneas (no más de 5) de qué se trata la obra.
b) ¿Cuándo se conocieron
Rita y Camilo? ¿Y Vilela y Camilo?
c) ¿Qué situación acercó
a quienes se convertirían en amantes?
d) ¿Para qué fue a
consultar Rita a la cartomante?
e) Camilo no creía en el
oficio de la mujer que veía el futuro en las cartas. Sin embargo, fue a
consultarla antes de visitar a su amigo, marido de Rita, que lo había llamado
con urgencia. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué respuestas le dio ella? ¿Creyó Camilo en
sus palabras?
f) Considerando el
final, podemos inferir que el autor, siguiendo los preceptos de la literatura
realista, quiso hacer una crítica social. ¿La crítica es a hacia la infidelidad
o hacia la credulidad de la gente ante las artes adivinatorias?
Explicá, en al menos 5 líneas, con tus
propias palabras cuál es la crítica del autor a las costumbres de la época o
las creencias de las personas.
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