miércoles, 10 de octubre de 2018

Égloga I, de Garcilaso de la Vega (abreviada)

Égloga I, de Garcilaso de la Vega

  El dulce lamentar de dos pastores,
Salicio juntamente y Nemoroso,
he de cantar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas al cantar sabroso
estaban muy atentas, los amores,                  
de pacer olvidadas, escuchando.
(…)  Saliendo de las ondas encendido,
rayaba de los montes el altura
el sol, cuando Salicio, recostado                 
al pie de un alta haya en la verdura,
por donde un agua clara con sonido
atravesaba el fresco y verde prado,
él, con canto acordado
al rumor que sonaba,                              
del agua que pasaba,
se quejaba tan dulce y blandamente
como si no estuviera de allí ausente
la que de su dolor culpa tenía;
y así, como presente,                            
razonando con ella, le decía:
Salicio:
  ¡Oh más dura que mármol a mis quejas,
y al encendido fuego en que me quemo
más helada que nieve, Galatea!,
estoy muriendo, y aún la vida temo;               
témola con razón, pues tú me dejas,
que no hay sin ti el vivir para qué sea.
Vergüenza he que me vea
ninguno en tal estado,
de ti desamparado,                                
y de mí mismo yo me corro agora.
¿De un alma te desdeñas ser señora,
donde siempre moraste, no pudiendo
de ella salir un hora?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.             
  (…)   Y tú, de esta mi vida ya olvidada
sin mostrar un pequeño sentimiento
de que por ti Salicio triste muera,
dejas llevar, desconocida, al viento
el amor y la fe que ser guardada
eternamente sólo a mí debiera                     
¡Oh Dios!, ¿por qué siquiera,
pues ves desde tu altura
esta falsa perjura
causar la muerte de un estrecho amigo,
no recibe del cielo algún castigo?                
Si en pago del amor yo estoy muriendo,
¿qué hará el enemigo?
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
  Por ti el silencio de la selva umbrosa,
por ti la esquividad y apartamiento               
del solitario monte me agradaba;
por ti la verde hierba, el fresco viento,
el blanco lirio y colorada rosa
y dulce primavera deseaba.
¡Ay, cuáto me engañaba!                          
Ay, cuán diferente era
y cuán de otra manera
lo que en tu falso pecho se escondía!
Bien claro con su voz me lo decía
la siniestra corneja, repitiendo                  
la desventura mía.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
  ¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
reputándolo yo por desvarío,
vi mi mal entre sueños, desdichado!               
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la sienta,
a beber en el Tajo mi ganado;
y después de llegado,
sin saber de cuál arte,                           
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor estiva,
el curso enajenado iba siguiendo
del agua fugitiva.                                
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.
  Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?                 
¿Cuál es el cuello que como en cadena
de tus hermosos brazos añudaste?
No hay corazón que baste,
aunque fuese de piedra,
viendo mi amada hiedra,                           
de mí arrancada, en otro muro asida,
y mi parra en otro olmo entretejida,
que no se esté con llanto deshaciendo
hasta acabar la vida.
Salid sin duelo, lágrimas, corriendo.             
  (…)  Mas ya que a socorrerme aquí no vienes,
no dejes el lugar que tanto amaste,
que bien podrás venir de mí segura.
Yo dejaré el lugar do me dejaste;
ven, si por sólo esto te detienes.                
Ves aquí un prado lleno de verdura,
ves aquí una espesura,
ves aquí una agua clara,
en otro tiempo cara,
a quien de ti con lágrimas me quejo.              
Quizá aquí hallarás, pues yo me alejo,
al que todo mi bien quitarme puede;
que pues el bien le dejo,
no es mucho que el lugar también le quede.
  Aquí dio fin a su cantar Salicio,               
y suspirando en el postrero acento,
soltó de llanto una profunda vena;
queriendo el monte al grave sentimiento
de aquel dolor en algo ser propicio,
con la pesada voz retumba y suena;                
la blanda Filomena,
casi como dolida
y a compasión movida,
dulcemente responde al son lloroso.
Lo que cantó tras esto Nemoroso,                   
decidlo vos, Piérides, que tanto
no puedo yo ni oso,
que siento enflaquecer mi débil canto.
Nemoroso:
  Corrientes aguas puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas,           
verde prado, de fresca sombra lleno,
aves que aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que por los árboles caminas,
torciendo el paso por su verde seno:
yo me vi tan ajeno                                
del grave mal que siento,
que de puro contento
con vuestra soledad me recreaba,
donde con dulce sueño reposaba,
o con el pensamiento discurría                    
por donde no hallaba
sino memorias llenas de alegría.
  Y en este mismo valle, donde agora
me entristezco y me canso en el reposo,
estuve ya contento y descansado.                  
¡Oh bien caduco, vano y presuroso!
(…)  ¿Dó están agora aquellos claros ojos
que llevaban tras sí, como colgada,
mi ánima, doquier que ellos se volvían?
¿Dó está la blanca mano delicada,                 
llena de vencimientos y despojos
que de mí mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos que vían
con gran desprecio al oro,
como a menor tesoro,                               
¿adónde están, adónde el blando pecho?
¿Dó la columna que el dorado techo
con proporción graciosa sostenía?
Aquesto todo agora ya se encierra,
por desventura mía,                               
en la oscura, desierta y dura tierra.
(…)  Ella en mi corazón metió la mano
y de allí me llevó mi dulce prenda,
que aquél era su nido y su morada.
¡Ay, muerte arrebatada!
Por ti me estoy quejando                           
al cielo y enojando
con importuno llanto al mundo todo!
El desigual dolor no sufre modo;
no me podrán quitar el dolorido
sentir si ya del todo                            
primero no me quitan el sentido.(…)
            ------
  Nunca pusieran fin al triste lloro
los pastores, ni fueran acabadas
las canciones que sólo el monte oía,              
si mirando las nubes coloradas,
al tramontar del sol bordadas de oro,
no vieran que era ya pasado el día,
la sombra se veía
venir corriendo apriesa                            
ya por la falda espesa
del altísimo monte, y recordando
ambos como de sueño, y acabando
el fugitivo sol, de luz escaso,
su ganado llevando,                               

se fueran recogiendo paso a paso.

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