Égloga I, de Garcilaso de la Vega
El
dulce lamentar de dos pastores,
Salicio
juntamente y Nemoroso,
he de
cantar, sus quejas imitando;
cuyas ovejas
al cantar sabroso
estaban muy
atentas, los
amores,
de pacer
olvidadas, escuchando.
(…) Saliendo
de las ondas encendido,
rayaba de
los montes el altura
el sol,
cuando Salicio,
recostado
al pie de un
alta haya en la verdura,
por donde un
agua clara con sonido
atravesaba
el fresco y verde prado,
él, con
canto acordado
al rumor que
sonaba,
del agua que
pasaba,
se quejaba
tan dulce y blandamente
como si no
estuviera de allí ausente
la que de su
dolor culpa tenía;
y así, como
presente,
razonando
con ella, le decía:
Salicio:
¡Oh
más dura que mármol a mis quejas,
y al
encendido fuego en que me quemo
más helada
que nieve, Galatea!,
estoy
muriendo, y aún la vida
temo;
témola con
razón, pues tú me dejas,
que no hay
sin ti el vivir para qué sea.
Vergüenza he
que me vea
ninguno en
tal estado,
de ti
desamparado,
y de mí
mismo yo me corro agora.
¿De un alma
te desdeñas ser señora,
donde
siempre moraste, no pudiendo
de ella
salir un hora?
Salid sin
duelo, lágrimas, corriendo.
(…)
Y tú, de esta mi vida ya olvidada
sin mostrar
un pequeño sentimiento
de que por
ti Salicio triste muera,
dejas
llevar, desconocida, al viento
el amor y la
fe que ser guardada
eternamente
sólo a mí debiera
¡Oh Dios!,
¿por qué siquiera,
pues ves
desde tu altura
esta falsa
perjura
causar la
muerte de un estrecho amigo,
no recibe
del cielo algún
castigo?
Si en pago
del amor yo estoy muriendo,
¿qué hará el
enemigo?
Salid sin
duelo, lágrimas, corriendo.
Por ti
el silencio de la selva umbrosa,
por ti la
esquividad y
apartamiento
del
solitario monte me agradaba;
por ti la
verde hierba, el fresco viento,
el blanco
lirio y colorada rosa
y dulce
primavera deseaba.
¡Ay, cuáto
me
engañaba!
Ay, cuán
diferente era
y cuán de
otra manera
lo que en tu
falso pecho se escondía!
Bien claro
con su voz me lo decía
la siniestra
corneja,
repitiendo
la
desventura mía.
Salid sin
duelo, lágrimas, corriendo.
¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
reputándolo
yo por desvarío,
vi mi mal
entre sueños,
desdichado!
Soñaba que
en el tiempo del estío
llevaba, por
pasar allí la sienta,
a beber en
el Tajo mi ganado;
y después de
llegado,
sin saber de
cuál arte,
por desusada
parte
y por nuevo
camino el agua se iba;
ardiendo yo
con la calor estiva,
el curso
enajenado iba siguiendo
del agua
fugitiva.
Salid sin
duelo, lágrimas, corriendo.
Tu
dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros
ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién
tan sin respeto me trocaste?
Tu
quebrantada fe ¿dó la
pusiste?
¿Cuál es el
cuello que como en cadena
de tus
hermosos brazos añudaste?
No hay
corazón que baste,
aunque fuese
de piedra,
viendo mi
amada
hiedra,
de mí
arrancada, en otro muro asida,
y mi parra
en otro olmo entretejida,
que no se
esté con llanto deshaciendo
hasta acabar
la vida.
Salid sin
duelo, lágrimas,
corriendo.
(…) Mas
ya que a socorrerme aquí no vienes,
no dejes el
lugar que tanto amaste,
que bien
podrás venir de mí segura.
Yo dejaré el
lugar do me dejaste;
ven, si por
sólo esto te
detienes.
Ves aquí un
prado lleno de verdura,
ves aquí una
espesura,
ves aquí una
agua clara,
en otro
tiempo cara,
a quien de
ti con lágrimas me
quejo.
Quizá aquí
hallarás, pues yo me alejo,
al que todo
mi bien quitarme puede;
que pues el
bien le dejo,
no es mucho
que el lugar también le quede.
Aquí
dio fin a su cantar
Salicio,
y suspirando
en el postrero acento,
soltó de
llanto una profunda vena;
queriendo el
monte al grave sentimiento
de aquel
dolor en algo ser propicio,
con la
pesada voz retumba y
suena;
la blanda
Filomena,
casi como
dolida
y a
compasión movida,
dulcemente
responde al son lloroso.
Lo que cantó
tras esto
Nemoroso,
decidlo vos,
Piérides, que tanto
no puedo yo
ni oso,
que siento
enflaquecer mi débil canto.
Nemoroso:
Corrientes aguas puras, cristalinas,
árboles que
os estáis mirando en
ellas,
verde prado,
de fresca sombra lleno,
aves que
aquí sembráis vuestras querellas,
hiedra que
por los árboles caminas,
torciendo el
paso por su verde seno:
yo me vi tan
ajeno
del grave
mal que siento,
que de puro
contento
con vuestra
soledad me recreaba,
donde con
dulce sueño reposaba,
o con el
pensamiento
discurría
por donde no
hallaba
sino
memorias llenas de alegría.
Y en
este mismo valle, donde agora
me
entristezco y me canso en el reposo,
estuve ya
contento y
descansado.
¡Oh bien
caduco, vano y presuroso!
(…)
¿Dó están agora aquellos claros ojos
que llevaban
tras sí, como colgada,
mi ánima,
doquier que ellos se volvían?
¿Dó está la
blanca mano
delicada,
llena de
vencimientos y despojos
que de mí
mis sentidos le ofrecían?
Los cabellos
que vían
con gran
desprecio al oro,
como a menor
tesoro,
¿adónde
están, adónde el blando pecho?
¿Dó la
columna que el dorado techo
con
proporción graciosa sostenía?
Aquesto todo
agora ya se encierra,
por
desventura mía,
en la
oscura, desierta y dura tierra.
(…) Ella
en mi corazón metió la mano
y de allí me
llevó mi dulce prenda,
que aquél
era su nido y su morada.
¡Ay, muerte
arrebatada!
Por ti me
estoy quejando
al cielo y
enojando
con
importuno llanto al mundo todo!
El desigual
dolor no sufre modo;
no me podrán
quitar el dolorido
sentir si ya
del
todo
primero no
me quitan el sentido.(…)
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Nunca
pusieran fin al triste lloro
los
pastores, ni fueran acabadas
las
canciones que sólo el monte
oía,
si mirando
las nubes coloradas,
al tramontar
del sol bordadas de oro,
no vieran
que era ya pasado el día,
la sombra se
veía
venir
corriendo
apriesa
ya por la
falda espesa
del altísimo
monte, y recordando
ambos como
de sueño, y acabando
el fugitivo
sol, de luz escaso,
su ganado
llevando,
se fueran
recogiendo paso a paso.